Hace un par de semanas compartí el escenario del teatro Teresa Carreño de Caracas con el Premio Nobel de Literatura Derek Walcott. Treinta invitados internacionales participamos en esa lectura con el poeta de Santa Lucía, catedrático en Harvard, ganador del Premio en 1992. Pero no es de eso que quiero hablar ahora, sino de algo que viví detrás del telón.Esa mañana, muy temprano, bajé al comedor del hotel por una taza de café. Solitario, apesadumbrado, contemplando tristemente su pocillo del desayuno encontré al ganador del Nobel de Literatura. Entonces recordé el comentario de que hace pocos días robaron su casa en Santa Lucía, llevándose incluso los manuscritos de sus últimos años de trabajo. Una verdadera catástrofe. Desde mi mesa le saludé con una venia de respeto y me contestó también con una lejana venia de cortesía. Eso fue todo. Pero misteriosamente vislumbré aquella escena de la maleta de Kavafis.
Rika Singopoulos, amiga y biógrafa del poeta griego, cuenta que vio llorar a Constantino Kavafis una sola vez a pesar de su doloroso cáncer a la garganta. Fue cuando preparó la pequeña maleta para su viaje definitivo al hospital. Entre lágrimas -continúa Rika-, tomó el cuaderno y escribió: “Compré esta maleta hace treinta años, apresuradamente, una tarde, para irme a El Cairo en busca de placer. Era yo joven y fuerte entonces, y no mal parecido”.
Derek Walcott, tiene esa nobleza encanecida de los ancianos de origen negro, pero esa mañana recién reparé que tenía ojos color azul turquesa. Ojos que relucieron desde la penumbra de su soledad. Quizás, ese destello, me hizo recordar la juventud de Kavafis y la bella juventud de todos los poetas. “Siempre llegarás a esta ciudad -dijo Kavafis, refiriéndose a la vejez-. Nuevas tierras no hallarás, no hallarás otros mares. No hay barco para ti, no hay camino. Así como tu vida la arruinaste aquí, en este pequeño rincón, la destruiste en toda la tierra”.