A Charles Bukowski, de quien en ese tiempo no existían traducciones al español, lo leí por primera vez en italiano. Mis amigos Furio y Nives se esposaban en Milán y se irían de luna de miel a París. Como yo estudiaba en Barcelona, asistí a la ceremonia y me colé en su viaje de bodas.
Jóvenes admiradores de mayo del 68, alquilamos una sola pieza en un hotel del Barrio Latino. Una vieja radio a la que había que echarle monedas para que funcionara se estremecía un segundo y luego se apagaba. Cansado de la estafa, Furio decidió que yo les leyera ‘Compañero de borracheras’, un libro de cuentos de Bukowski que yo había comprado para practicar mi italiano. En lugar de adormilarse, los tórtolos se caían a grandes risotadas de la cama. ¿La causa? Las palabrotas de Bukowski en impecable acento ambateño y traducidas al italiano. Después vino su gran éxito en España y en América Latina. Desde entonces, no ha existido encuentro literario donde alguien no deje de presentarme al joven Bukowski dominicano, colombiano, peruano o mexicano.Ciertamente que es entendible el hechizo que despierta el autor de ‘Escritos de un viejo indecente’ en los jóvenes escritores. Una ganga, hacerse rico escribiendo de mujeres y borracheras. Pero no hay que olvidar que el viejo Buck fue maldito —precisamente— por maldición y no por elección. No se puede ser Bukowski si te fascinan los halagos de la tribu.
Por largos años le tocó escarbar bajo montañas de desprecio, hambre y desesperación hasta encontrar un verso, el verso que ha de electrizar tu alma.
Esa chispa que Dios transmitió al dedo de Adán en la Capilla Sixtina, en el fresco de Miguel Angel. Eso logra por momentos este viejo que siguió la senda de Henry Miller, Louis Ferdinand Céline, John Fante y hasta del mismo Hemingway. Este viejo que un día, desesperado, abrí uno de sus libros en México y me regaló este verso: “Sal y sangra interminablemente frente a la turba.