Mónica VareaLibrera y escritoraAdopté a Quito como propia hace 44 años. Fue un amor a primera vista, y si bien hemos tenido desencuentros, sigo enamorada de Quito.Era la ciudad de la Avenida de las Palmas, de la casa de retiros del Inca a donde íbamos cantando porque quedaba donde ya no había asfalto. Era la ciudad de los helados Amazonas después de la misa, del drive-in de la Colón, de la vermouth en el Capitol, donde llorábamos ante la posibilidad de que Rocío Durcal diera con un rotundo no a Enrique Guzmán.Quito, la ciudad sin ‘malls’ invitaba al centro, al Tía, al Globo, a la Casa Bolívar a comprar hilos y telas para que mamá nos cosiera los vestidos que veía en un figurín. En el Centro no podían faltar las quesadillas de La Fama y el cebiche en el Wonder Bar. Era esa ciudad amable que invitaba, a las 5 de la tarde, a tomar café en leche, esa leche de la botella de vidrio con la vaquita de la Pasteurizadora Quito y pan caliente comprado en la tienda con el letrero de hoy no fío mañana sí.Tal vez por mi manía de instalarme en la nostalgia, es esa ciudad la que aún pretendo encontrar, y al ver que solo vive en mis recuerdos, desconozco a la nueva Quito, ya no la siento mía y la dejo de querer, por su contaminación visual, por su tráfico. Esto no dura mucho, en seguida la miro a través de los ojos de mis hijas que me enseñan a disfrutar esta ciudad nueva, la del sushi, la de las caminatas nocturnas por el Centro Histórico, la de los conciertos en la inagotable belleza de La Compañía, la del Parque Metropolitano, y lo único que puedo decir es: Quito es Quito, lo demás es cuento.