En Ecuador, defender al expresidente Jamil Mahuad resulta un acto políticamente incorrecto. Casi, un suicidio ante la opinión pública.
No hay argumento tecnocrático ni indicador macroeconómico que aplaquen la desgracia que cientos de miles de personas vivieron en los oscuros meses de 1999, cuando el colapso bancario pulverizó sus depósitos.
Mahuad puede tener razón cuando afirma, como lo hizo en la carta que difundió esta semana rechazando la credencial roja que le puso la Interpol, que de él solo se conoce la imagen de un expresidente que ha sido linchado mediáticamente.
Pero en la erosión de su imagen, él se lleva buena parte de la culpa. Desde que abandonó el país, en mayo del año 2000, su silencio político fue la peor arma de defensa. Alguna vez, Ramiro Rivera dijo que Mahuad cayó en una suerte de autismo, mientras todos los políticos lucraban del fracaso de su gobierno para convertirse hasta en presidentes de la República.
14 años es demasiado tiempo para que Mahuad, que ahora afronta una sentencia de 12 años de prisión por peculado, pueda reaccionar y defender lo que de positivo pudieran tener las medidas que tomó a la luz de la peor crisis económica en 70 años, como la estabilidad de la dolarización.
El fracaso de su gobierno y el silencio en el que cayó desde que llegó a EE.UU. acabó también con los aliados políticos que desde Ecuador pudieron haberlo defendido, como sí ha pasado con Abdalá Bucaram.
Su partido, la Democracia Popular, heredó esos pasivos, y sus más altas figuras, lo único que han dicho en su defensa, es que una cosa es gobernar con petróleo de siete dólares y otra con un barril de 100. O que su vida austera en Boston demuestra que Mahuad no se benefició del delito por el que fue condenado en primera instancia.
Él dejó pasar mucho tiempo. La historia -que generalmente la escriben los poderosos- ya lo juzgó, así tuviera razón cuando denuncia que la justicia actuó con sesgo político.NO