Los niños, a menudo, ayudan en la venta de caramelos hasta pasada la media noche. Foto: Vicente Costales/ EL COMERCIO
Una funda con caramelos se desparrama por el suelo. Frente a la pantalla, la mercancía queda en un segundo plano. Ni la plata que le pudieran dar los turistas es más importante, en ese momento, que el partido de fútbol que se transmite por televisión.
Desde la calle busca el mejor ángulo para mirar la pantalla encendida en el interior del local. Apoya su pequeño cuerpo a un escaparate de vidrio, se contorsiona cuando alguien le tapa la visión y se agacha hasta quedar casi arrodillado en la vereda.
Sería más fácil ver el partido desde adentro del local, pero en la puerta hay un guardia que se encarga de que solo ingresen los clientes y él, flaco, pálido, de un metro y medio de alto, es solo un ‘niño caramelero‘. Uno de los más de 20 que trabajan las noches y madrugadas en el sector de La Mariscal, la zona rosa de Quito. Venden rosas, caramelos, tabacos, chicles o simplemente piden “una moneda, no sea malita, para comprarme comida”…
Se los observa caminar solos, en grupo con otros niños o con sus madres, quienes cargan a sus bebés en las espaldas.
La noche de ayer, miércoles 2 de marzo del 2016, La Mariscal lucía como siempre: el fulgor de las luces de neón, la música en alto volumen, gente alegre en las calles y mujeres paradas en las esquinas, con diminutos vestidos, que también quieren hacerse de unos cuantos billetes. Más tarde, a este escenario, se suman jóvenes y adultos que encuentran en esta zona más de un local de diversión.
Entre el gentío se ven a los niños caminar de bar en bar, llevan unos pequeños cajones atados a sus espalda. En la plaza Foch hay dos niños de unos cinco a siete años que olvidaron su trabajo y se entretienen con un globo. Otra niña pasa por ahí minutos más tarde, lleva un globo que también lo tomó de la decoración de algún bar. En la cintura carga también un cajón con caramelos. Ingresa a un local, luego a otro, se encuentra con su madre y las dos se pierden entre la neblina.
“Cada vez hay más niños trabajando”, dice Eduardo Guambo, presidente de la Asociación de Vendedores Ambulantes de La Mariscal. En este gremio hay unas 30 personas afiliadas, quienes utilizan chalecos azules. Sin embargo, en solo dos cuadras hay más de 20 vendedores y solo uno esa prenda distintiva.
“Queremos que hagan algo, que les sancionen a las madres, pero que los niños ya no estén aquí”, comenta una comerciante informal que no quiere ser identificada.
El trabajo infantil es un delito, pero en La Mariscal es parte de la cotidianidad.
En la esquina de la calle Calama y Juan León Mera hay un grupo familiar. Tres niños y cuatro adultos. Los pequeños tienen entre 12, ocho y seis años. A las 22:00 parecen cansados, pero no pueden irse, la fiesta, de lunes a jueves, termina a las 24:00.
La Policía de Menores (Dinapen) sí realiza operativos en el sector, asegura un agente investigador. Sin embargo, hasta ahora su trabajo se ha enfocado en “pedir” a las madres que no traigan a sus hijos, que no los obliguen a vender y o que los dejen en la guardería que funciona en ese sector y que es justamente un proyecto del Municipio para evitar que los niños se expongan a esta situación de vulnerabilidad.
“Pero en la práctica, ellas (las madres) son más groseras y nos dicen que tienen que comer y por eso llevan a sus hijos a vender”, asegura el policía.
Para el jurista Gustavo Enderica, el trabajo infantil como delito se da cuando el menor de edad tiene menos de 15 años. Esto se constituye un tipo de trata de personas al mismo nivel que la explotación el trabajo forzoso o la trata con fines de mendicidad.
Estas infracciones se sancionan con penas entre 13 y 26 años de cárcel. La condena más fuerte se aplica cuando a causa de ese delito, por ejemplo, en trabajo infantil se produce la muerte de un menor.