La velocidad es el signo de nuestra era. Los tiempos se acortan, los espacios se reducen. El descongelamiento de los polos y nevados, pronosticado para 100 o más años, se adelantaría 50. Los cambios climáticos drásticos que se pensaban para el 2020 ó 2030, los estamos viviendo hoy.
Como humanidad vamos directo al precipicio, pero más rápido. Lo que creíamos iban a vivir nuestros bisnietos lo viviremos nosotros. El planeta está enfermo y lo enfermamos más todos los días.
Pero no todo es vértigo. Nuestra conciencia y entendimiento de la catástrofe es muy lenta y egoísta. Las medidas que se toman para frenar la locura no son oportunas ni son las suficientes. O lo que es peor, no se las quiere tomar por intereses, conveniencias o cultura.
Este momento están reunidos los países en Copenhague. Los más optimistas quisieran alcanzar de la cumbre varios compromisos: un recorte de emisiones del 40% para 2020 por parte de los países industrializados (sobre los niveles de 1990) y un 30% del resto; un aporte de 140 000 millones de dólares anuales por parte de los países ricos para que los pobres puedan luchar contra los efectos del cambio climático y detener la deforestación; parar hasta el 2020 la deforestación de los bosques tropicales.
De ser cumplidas disciplinadamente estas medias ¿serán las técnicamente necesarias para revertir el calentamiento global? Quién sabe. Pero, ¿las adoptarán los Estados, sobre todo los ricos, los más contaminantes? La respuesta es incierta. Lo más probable sea no, ya que significaría para ellos modificar de manera sustantiva su “modelo de desarrollo y de crecimiento” del que lucran y se enriquecen las grandes multinacionales de la industria automotriz, de armas, minería, medicamentos, agroindustria, semillas, carne, turismo, etc. Industrias y comercio de las que además dependen millones de trabajadores.
Sin embargo, puede darse que los países firmen una declaración con grandes metas y compromisos sin capacidad vinculante. Mas ¿quién los hace cumplir?
¿No será un nuevo instrumento internacional sin ninguna fuerza, como muchos de los suscritos en los últimos 60 años de vida de las Naciones Unidas?
En la base del calentamiento global está la forma de vida occidental dispendiosa, derrochadora y consumista cada vez más popular en todos los habitantes de la Tierra. Es un modo de vida que no solo se desprende de la economía de los Estados y de las empresas, sino que está en la cultura, en la psiquis, en el día a día de la gente.
El freno al desastre es asumir de manera rápida todos, Estados, empresas y personas, en las políticas y en la cotidianidad, una ruta distinta de desarrollo, una nueva forma de producir, consumir y disfrutar; asumir de una manera solidaria y armónica las relaciones entre nosotros y con la naturaleza… ¿Será posible?