Walter Lippmann (1889-1974) fue un columnista de enorme influencia en la vida política de Estados Unidos.
En 1931 ingresó como articulista al New York Herald Tribune.
Sus columnas se reproducían en 200 diarios y en EE.UU. se cree que de lo que dijera Lippmann dependía la victoria de los candidatos republicanos o demócratas.
Datos como esos ayudaron a que se sobrevalorara y satanizara la influencia de los medios en las decisiones de los ciudadanos.
El profesor Maxwell McCombs estudió el tema y planteó la teoría de la “agenda setting”.
Según su tesis, los medios de comunicación de masas tienen una gran influencia sobre el público, al determinar qué historias poseen interés informativo y cuánto espacio e importancia se les da.
Donald Shaw, otro catedrático estadounidense, se sumó a McCombs y concluyó que “como consecuencia de la acción de los medios, el público es consciente o ignora, presta atención o descuida, enfatiza o pasa por alto elementos de la vida pública”.
La gente -decía Shaw- tiende a incluir o a excluir de sus conocimientos lo que los medios incluyen o excluyen en sus agendas.
Lo curioso de este asunto, aparentemente trillado y poco novedoso, es que en los foros, paneles y debates de los intelectuales mediáticos locales y latinoamericanos se siga hablando de estos temas como si fueran parte de la realidad contemporánea.
Los intelectuales que en estos días, por ejemplo, se reúnen en Caracas “para desmontar el aparato mediático diseñado por los medios de comunicación privados en el mundo”, según el portal de la radio oficial venezolana, omiten una verdad evidente: hace tiempo que el poder aprendió a diseñar estrategias para tomar la iniciativa e imponer la agenda a los medios de comunicación.
El poder entendió también que el complemento para posicionar sus temas era tener medios propios y controlar los contenidos de la prensa independiente.
¿Quiénes imponen la agenda, entonces? ¿La prensa no alineada o los regímenes que etiquetan de “medios públicos” a periódicos, radios, canales y páginas web que pertenecen al Estado (es decir, a todos nosotros) pero que se usan para fines propagandísticos?
El tema de fondo es ese, pero más fácil (y menos ético) es repetir teorías obsoletas y acusar de todo a la prensa no alineada para obtener réditos electorales.
Sería ideológicamente honesto abrir espacios para deliberar cómo manejar los “medios públicos” y cómo la sociedad debe definir los temas de interés general.
Pero eso no interesa a quienes echan tierra a los asuntos que no les conviene y arman shows mediáticos con lo que les favorece.
Es lugar común afirmar que un escándalo tapa a otro, pero no deja de ser cierto: los gobiernos usan estas tácticas para evitar la crítica ciudadana o distraer la atención sobre temas que lo incomodan.