Los niños y jóvenes ecuatorianos atestiguan un estilo de gobernar que dejará huella, con un presidente autoritario, enamorado de su honor y engolosinado con desplegar descalificaciones y epítetos. Ciudadanía y democracia anidan en un clima poco halagueño.
Prever el futuro es imposible. Pero es un hecho que quienes tomarán las riendas del país en las décadas venideras viven hoy una gestión del Estado enganchada a un líder carismático con poca tolerancia a la frustración, dispuesto a liarse a golpes con quien lo insulte y dueño del “clerical vicio de querer tener siempre la razón” –frase acuñada por Max Weber–. Al frente, instituciones y contrapesos cada vez más débiles.
En este clima crecen los ciudadanos del mañana. ¿La cosecha será un futuro más justo, tolerante y libre? ¿Una democracia que aliente consensos? Octavio Paz dibujó alguna vez a su país, México, como un joven en formación. Podríamos hacer lo mismo con Ecuador y preguntarnos con qué bagaje lo hace, con qué valores.
Se concede que el Gobierno construye carreteras, se esfuerza por la salud, entrega subsidios a los que necesitan y pone contra la pared ciertos privilegios y desórdenes. Pero a ese mismo gestor le cuesta rendir cuentas, le incomoda el balance entre poderes, culpa a diestra y siniestra de sus propios errores, insulta y se proclama víctima. La atmósfera ecuatoriana se proyecta al mundo exterior espesa y problemática. No en vano las críticas de organizaciones internacionales. Sorprenden las persecuciones a la prensa, el encarcelamiento de supuestos conspiradores con pruebas endebles, el llamado a una consulta con bases jurídicas cuestionadas y la gestión de una diplomacia confusa.
No se ve construcción de democracia. Aunque suene obvio es bueno reiterar: sin instituciones que encaucen la conflictividad social y política, sin pesos y contrapesos que permitan equilibrios y garanticen derechos, no hay democracia. Paz, que como buen poeta fue alérgico al autoritarismo, exponía: “Una democracia sana exige el reconocimiento del otro y de los otros. Una política de venganzas o la imposición de reformas (‘) nos conducirían a lo más temible: a las disputas, las agitaciones, los desórdenes y, en fin, a la inestabilidad. Tan mala como la impunidad es la intolerancia. Lo que necesitamos para asegurar nuestro futuro es moderación, es decir, prudencia, la más alta de las virtudes políticas”.
En una entrevista en 2007 cuestioné a Correa por la detención de un ciudadano que le hizo una mala seña. Lo justificó y advirtió que si no se le permitiera responder así -echando mano a una vieja ley- lo haría “como hombre”. Fue un abrebocas de su estilo. ¿Moderación, prudencia?