Puerto Príncipe, DPA
Bajo un calor infernal, cientos de haitianos hacen fila cada día en Puerto Príncipe frente a las embajadas o consulados, esperanzados en conseguir una visa que les permita escapar del infierno del terremoto.
Pocos tienen posibilidades. Igual aguantan durante horas con niños de la mano y papeles, confiados en conmover con su tragedia a los funcionarios encargados de recibir su petición, a veces sin más elementos que el deseo de una vida mejor.
Las historias son muchas y la misma: familiares fuera del país con los que quieren irse, casas perdidas, hijos con ciudadanía que podrían abrirles puertas, falta de perspectivas en Haití, pérdida de empleo, el derrumbe de la universidad donde estudiaban.
Las sedes diplomáticas de Canadá y Francia están entre las más concurridas. Ahí pesa la ventaja del idioma: en Haití muchos hablan francés, además de creole.
También hay largas colas en la embajada de Estados Unidos o de la República Dominicana, el país vecino.
Soldados estadounidenses custodian la sede diplomática norteamericana en la zona del aeropuerto. Hay gente sentada al sol en las aceras sin agua ni nada con qué cubrirse la cabeza, ávida por contar su caso a quien quiera escucharlo.
“No tengo casa donde vivir, necesito de mi familia. No sé si puedo ir, pero quiero ir. Estoy acá para buscar la posibilidad de ir a Estados Unidos”, dice Reginald Doblass, que tiene parientes en Boston y espera en la fila con su hermana.
Rose Marcelin Pierre, de 28 años, se acerca con dos niños, de ocho y nueve años. Todos están impecables: ropa limpia y bien peinados, aunque viven en un campamento desde que el sismo destruyó su casa.
El marido de Rose vive en Orlando y tiene residencia legal en Estados Unidos. Ahora, ella quiere seguirlo. “Me dijeron que no, que volviera a casa. Sólo están atendiendo a ciudadanos estadounidenses”, señala con tristeza.
Otra esperanza derrumbada. Aline Ramo y su hijo Dan, de 11 meses, tienen suerte. Fueron citados para realizar el trámite de pasaporte del pequeño. Ella tiene visa y el papá del niño es ciudadano estadounidense.
Piensan irse a Connecticut. En la embajada de Canadá, la escena se repite. Andrelie Benjamin quiere mudarse con su tío, que es haitiano-canadiense. “Perdí mi casa. No tenemos nada, sólo lo que tengo puesto”, relata.
Sin embargo, ya le dijeron que no. “Sólo los canadienses pueden entrar. Quiero irme de Haití, mi familia entera está afuera. Si no pueden hacer nada por mí, al menos por mi mamá que tiene 70 años”.
Andrelie da su número de teléfono, insiste, aunque el interlocutor no pueda ayudarla. “Nunca se sabe, tal vez. También le doy el número de mi hermano”. Junior Francois tiene 25 años. Está abatido.
Estudiaba derecho y en julio iba a graduarse cuando la Universidad Estatal de Puerto Príncipe se derrumbó. Ahora no tiene estudio ni un empleo fijo, salvo el trabajo ocasional de traductor de creole para los muchos extranjeros que han llegado a Puerto Príncipe después del sismo.
A todas partes lleva sus documentos y las fotos de un viaje que hizo como representante de su escuela a la República Dominicana para mostrar que ha viajado. Muestra una visa dominicana pegada en su pasaporte.
Sueña con conocer París, aunque hasta ahora sólo ha ido en vano a la embajada de Suiza. “Durante cuatro años salía de mi casa a las seis de la mañana y volvía a las ocho de la noche”, cuenta Junior. “Todos mis ahorros los gasté en libros. Ahora no tengo nada. ¿Qué voy a hacer? Mi vida está destruida”.