‘Mami, me duele todo y tengo fiebre… ¿Voy al médico o espero?” Hace un rato, bastaron un par de frases de mi hija mayor del otro lado del teléfono para que se esfumara en un instante mi habitual suficiencia de periodista especializada en temas científicos.
No importó que apenas unos minutos antes hubiera repasado las directivas de la Organización Panamericana de Salud con respecto a la influenza AH1N1.
Tampoco importó que hubiera seguido día a día cada una de las particularidades del nuevo virus que intriga a los científicos, como por ejemplo su insidiosa predilección por los más jóvenes, su notable habilidad infecciosa o su letalidad, hasta ahora moderada si se tiene en cuenta que las complicaciones de la conocida y familiar gripe estacional dejan todos los años una estadística de víctimas poco despreciable.
“Sí, sí, no te dejes estar”, me oí contestar sin el más mínimo vestigio de duda y contrariando toda la teoría que había elaborado sobre el caso.
Ipso facto, mis neuronas maternas se pusieron en estado de alerta, lo que derivó en un seguimiento minuto a minuto -a distancia y conexión telefónica de por medio- de los parámetros vitales de la reciente engripada.
Diana Cohen Agrest lo expuso recientemente en un artículo con honda agudeza filosófica: vivimos inmersos en un “mar de los Sargazos” de temores que cualquier mínima señal puede reavivar y llevarnos a creer que nos ocurre lo peor.
Un dolor inesperado en el brazo izquierdo nos lleva a pensar en el infarto; una molestia en la zona hepática nos hace creer que se viene el cáncer de hígado; el repetido olvido de las llaves, en una alteración neurológica, y los que tenemos alguna posibilidad de viajar en avión podemos llegar a desayunar, almorzar y cenar pendientes del ‘pitot’, horrorizados por la posibilidad de que el diminuto equipo que nunca hasta ahora habíamos oído nombrar verdaderamente haya causado el accidente del fatídico vuelo AF447.
Los periodistas solemos estar bien informados, pero esto de nada sirve cuando enferma uno de nuestros seres queridos, y al igual que cualquier hijo de vecino nos desespera la posibilidad de que la desgracia caiga de nuestro lado.
Con la misma escena ‘clonándose’ de a miles, pero en hogares con bebes, chicos y jóvenes, algunos de ellos con salud endeble, ¿qué otra cosa puede esperarse más que guardias hospitalarias atestadas y servicios médicos domiciliarios sobrepasados?
Por eso, más que nunca hay que mantener la calma y no desesperarse. Estar atentos, sin dejarse llevar por la irracionalidad.
Actuar solidariamente como seres humanos. En esto no hay fronteras ni nacionalidades que valgan.
El Tiempo, Bogotá,GDA