El parque central de Santo Domingo de los Tsáchilas se convierte en una vitrina humana, cada día, desde 05:00.
Cientos de obreros llegan a mostrarse con la esperanza de que alguien los contrate. No importa en qué: cargando madera, fundiendo losas, limpiando corrales o a lo mejor ‘tirando machete en el campo…’.
Lo importante para Vicente Zambrano, albañil, es salvar el día. Los USD 15 que representa su jornada sirven de ahorro para la comida, el arriendo o el pago de la pensión en la escuela de sus hijos.
Los plomeros colocan carteles en sus bicicletas en un esfuerzo por promocionar su servicio. Los albañiles tienen sus herramientas en las manos para que los contratistas los puedan identificar muy bien. El martillo, el nivel, el bailejo, son extensiones de sus brazos.
Pero pueden pasar horas, días y hasta meses hasta que alguien llegue antes del mediodía para ofrecerles trabajo.
En Santo Domingo, el 5,8 % de los 350 000 habitantes que existen está en la desocupación, en el sector urbano. La cifra es del último censo del 2010, del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC).
José Barberán esperó la última vez una semana antes de ser contratado. Tiene 63 años. Una edad a la que los obreros de la construcción temen llegar. “Nadie quiere contratarnos por viejos”, dice Barberán, mirando al piso.
Ni siquiera importan la experiencia o los logros obtenidos, como dice Luis Bautista, albañil de 56 años. “A los jóvenes se les puede exigir más horas de trabajo sin que reclamen. Ignoran las horas extras sin pago, la falta de un seguro de accidentes y equipos de seguridad y hasta a veces los malos tratos”.
Por eso, cuando los obreros con más antigüedad logran un trabajo, se esmeran en cuidarlo como si se tratara de un tesoro. Igual que cada centavo que ganan.
Fabián Duque, de 46 años, camina a casa cada noche para poder ahorrarse unas monedas y sostener a sus cuatro hijos.
Para él, al igual que Barberán, los desayunos son exclusivos de los días que hay trabajo garantizado. La mejor fórmula es un bolón de verde con chicharrón y café. Cerca del parque cuesta USD 1. Con eso se sostienen en el día. Si no, el estómago ya se ha acostumbrado a la ausencia de alimentos.
Barberán llegó a Santo Domingo hace 47 años, desde Chone, en Manabí. Empezó como la mayoría de migrantes, como jornalero, en el campo. Cuando joven pudo con esfuerzo amasar un capital que le permitió comprar un terreno. Lo trabajó y cultivó. Pero una exconviviente lo convenció de que lo pusiera a nombre de ella y luego él fue echado de la casa.
Se quedó en la calle y desde entonces va al parque. Desde las 05:00 se lo ve sentado en uno de los muros, con zapatos de lona, el pantalón y una camiseta que deja ver cicatrices de viejos trabajos.
El mercado
Al parque de Santo Domingo también llegan trabajadores del exterior. Son criticados por los desocupados locales porque “afectan el mercado”.
Un extranjero puede cobrar por una semana de trabajo USD 70, mientras que un ecuatoriano el doble. Por eso hay una pugna entre los trabajadores.
Los contratos no siempre son en Santo Domingo. Los constructores ofrecen plazas para laborar en ciudades de la Amazonía y de la Costa.
No se hacen contratos por la prestación de servicios de los obreros. Son acuerdos verbales que no siempre se cumplen, según los obreros.