Redacción Cultura
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En el salto, en el giro, en la extensión del brazo o en el arco del pie, allí, donde el cuerpo se desequilibra, Merce Cunningham encontró la estabilidad de su alma.
“No hay pensamiento involucrado en mi
coreografía… yo no
trabajo a través de imágenes o ideas. Yo trabajo a través del cuerpo… Alma que se elevó en su pirueta final, el domingo pasado, para dejar su cuerpo, cuando por causas naturales alcanzó la quietud de la muerte. Contaba con 90 años (nació el 16 de abril de 1919, en Centralia, EE.UU.) y tenía reconocimiento mundial.
Para la danza nació a los 4 años, cuando el pasillo de una iglesia se convirtió en escenario, ante la mirada de los feligreses que escuchaban misa. Su técnica creció bajo la dirección de Martha Graham, hasta que en 1953 creó su propia compañía.
Entre sus obras se recuerdan: ‘Suite for Five’ (1956 – 1958), Sounddance (1975), Fabrications (1987) y Views on Stage (2004). Obtuvo más de 60 reconocimientos a escala mundial.
Como paradoja inexorable, siendo la danza, fundamentalmente, movimiento, la artritis le confinó a una silla de ruedas.
A pesar de ello su mente creadora, su búsqueda no paró, ni siquiera, en los momentos postreros. Desde los noventa, desarrolló un programa de computadora, ‘Dance Forms’, donde gráficos 3D dieron fluidez a sus complejas variaciones.
Así como con la tecnología, siempre estuvo en relación con las artes visuales, con el pop-art, con Jasper Johns, con Robert Rauschenberg. Pero su mayor y mejor colaboración fue con el músico John Cage, cuyas composiciones musicalizaron las coreografías de Cunningham por más de 50 años. Ambos artistas usaron el azar en sus creaciones: cualquier procedimiento era válido, la casualidad modificaba sus hábitos, y permitía nuevas combinaciones.
Por los secretos del azar también llegó a la lectura de Einstein. La no existencia de puntos fijos en el espacio, propuesta por el científico, caló fuertemente en la concepción de sus coreografías: había que bailar, en todo el escenario.
“Donde quiera que uno esté parado, ese es el centro”. Revolucionario y experimentalista, Cunningham veía en cualquier movimiento el material para una danza. Bailar, aunque el movimiento no corresponda a la música, aunque el gesto no halle lugar dentro del decorado, aunque el vestuario poco tenga en común con la propuestas.
Cunningham defendía la independencia de cada elemento en la creación.
Pero su mayor legado, bien podría ser: “tienes que amar la danza, para atenerte a ella. Esta no te da nada a cambio, ningún manuscrito para preservar, ni pinturas para mostrar sobre paredes o colgar en un museo, ningún poema para ser impreso y vendido, nada, excepto ese momento fugaz en el que te sientes vivo. No es para almas inestables”.
Punto de vista
Wilson Pico / Maestro bailarín
‘Trataba de ser invisible’
En 1978, me llevé una grata impresión cuando lo conocí en Nueva York, en su estudio, donde yo tomaba clases con sus alumnos.
Lo que más recuerdo de este encuentro es la sencillez de Merce Cunningham: su oficina estaba en el fondo del pasillo central, él entraba con humildad, abría la puerta de manera muy delicada, tratando de ser invisible. Para mí fue algo hermoso, una persona de ese talento e importancia, tan sencillo y humilde.
Él fue uno de los primeros que abrió la danza hacia la experimentación, uno de los pocos coreógrafos que tuvo cabida e influenció en París. Cunningham abrió las puertas para la ruptura de la enorme tradición clásica.
Tempranamente sufrió de artritis, su cuerpo estaba lastimado y caminaba con dificultad. Pero, más allá del cuerpo lastimado, su rostro jamás perdió esa expresión de fauno. Lo volví a ver en Londres, en 2004. Dirigía su trabajo a través de un computador.
Dentro de la frialdad, con la que fue catalogada su danza, existía la pasión, reflejada en la limpieza del movimiento, en el cuerpo, en la técnica.