¿A quién le importa Honduras? Esa es la pregunta que deberíamos contestar todos a la hora de actuar como fariseos tratando de imponer castigos a ese país. Por un lado está la comunidad internacional, especialmente la latinoamericana, que tiene toda la razón –debo decirlo- en pensar que aceptando sin más contemplaciones el golpe de Micheletti va a abrir una nueva caja de Pandora en América Latina, con un precedente terrible para nuevos golpes de Estado. En este sentido tiene razones para temer Lula, Cristina Fernández, Rafael Correa y hasta Hugo Chávez (aunque ha puesto tantos candados que ya parece imposible que le vuelva a suceder). El golpe de Estado siempre ronda la región y cualquier precedente, incluso el caso de Honduras, puede abrir puertas que parecían cerradas para siempre: la destitución burda, el control de Fuerzas Armadas sobre la clase política y no viceversa, el amago golpista de tres poderes del Estado… Todos los fantasmas que podríamos invocar sobre el tema se quedan cortos en América Latina y Honduras volvió a prender las alarmas.
Pero por otro lado, está Honduras y los hondureños. Algo tan sencillo como eso, que todos parecen haber olvidado, en medio de los golpes de pecho y eufemismos democráticos. Nos hemos olvidado que es el segundo país más pobre de América Central y uno de los países más inequitativos de toda la región latinoamericana. Al que, no obstante, no le había ido mal en estos últimos tres años: había crecido más del seis por ciento al año, había sido uno de los países que más inversión externa recibió en Centroamérica y su economía se había diversificado hacia el sector industrial de exportaciones. Talvez estos datos son el trasfondo del problema político, una disputa entre facciones económicas dominantes, pues según los datos, la familia de Micheletti es la más rica del país, siguiéndole las familias de Zelaya y de Porfirio Lobo. Ahora, su economía ha sufrido un grave bajón, en parte por la crisis mundial, en parte por la crisis interna y por la necedad de los bandos de deponer actitudes de hecho que no han permitido salida. Recordemos que Zelaya rehusó regresar al poder cuando EE.UU. llegó a un acuerdo sobre el tema.
Es difícil predecir una solución honrosa en Honduras. Entre la parsimonia de la OEA y la lentitud de Washington, esa posibilidad se truncó hace tiempo. Pero es necesario que la comunidad internacional entienda que su misión es resolver el conflicto y no azuzarlo y tampoco olvidar el problema de fondo: la vida de los hondureños.
Óscar Arias tiene razón en decir que, en América Latina, nadie tiene la conciencia tan limpia como para tirar la primera piedra. Honduras no puede ser un conejillo de indias para calmar ansiedades continentales: ¿qué tal si nos hubieran impuesto a Lucio a rajatabla, después de su salida?