En el 2000, un año después del inicio del actual proceso eruptivo, Sánchez y su familia fueron evacuados de Baños. Sin embargo, cuando volvió lo hizo con el firme compromiso de “vigilar al volcán” para evitar los daños que causó y las pérdidas que se registraron por las violentas erupciones del 14 de julio y las del 16 de agosto del 2006, cuando murieron seis personas, miles fueron evacuadas y se dañaron grandes extensiones de cultivos.
Cuando Carlos Sánchez habla del volcán Tungurahua no puede evitar recordar que el coloso casi le quita la vida. Fue en una de las erupciones más fuertes de la montaña, en el 2006. Esa mañana, el sonido de los bramidos del cráter lo tuvieron intranquilo.
En su pequeña casa, ubicada en el sector de Runtún, al este del volcán y a 2,5 kilómetros del cráter, hay de todo. Los aparatos electrónicos son los más visibles, además de la colección de piedras volcánicas y los mapas de las rutas de evacuación.
Afuera, sobre un árbol está una cabaña de madera construida encima de un precipicio de más de 500 metros de profundidad y debajo está un hueco secreto donde refugiarse en caso de bombardeo. “Cuando llega la ceniza me meto detrás de este tronco”, dice mientras enseña orgulloso su guarida escondida.
Fue precisamente ahí en donde se refugió ese día. Recibió la llamada de Patricia Mothes, una de las vulcanólogas del Observatorio Vulcanológico Tungurahua, del Instituto Geofísico, que se encuentra en la zona de Guadalupe, frente al volcán y en la provincia del mismo nombre, en la Sierra centro andina de Ecuador. Ella, cuenta Sánchez, me pidió mi informe del comportamiento del volcán y cuando se lo expliqué, me ordenó salir inmediatamente de ahí.
“No había mucho tiempo, por lo que decidí meterme en mi agujero y ahí soporté la caída de la ceniza y el choque de las piedras incandescentes”, dice el vigía que en septiembre próximo cumplirá 15 años custodiando a la montaña que tantos sustos le ha causado en la vida.
A diario, después de su oración, Sánchez toma su teléfono móvil y una unidad de radiofrecuencias, con la que se conecta con el Observatorio y se dirige al campo. Está preparado para una erupción. Dentro de su mochila lleva gafas de protección, mascarilla, linterna, una cuerda, un equipo de radio, botellas de agua con pinol (un derivado del maíz que rehidrata y aporta calorías).
“Miedo y respeto solo le tengo a Dios. Mi preparación militar, sicológica y física me permite actuar en situaciones límite. Soy consciente de que hay que estar despierto por si sucede un evento muy fuerte que pudiera causar desastres. A lo mejor a mí no me queda tiempo de salir, y muero, pero yo soy uno, y en Baños son casi 25 000 pobladores”.
Su familia vive en Baños de Agua Santa, la ciudad más cercana al volcán. Y aunque él también podría vivir en la comodidad de la urbe prefiere pasar todos los días en Runtún para “cuidar a la gente” que vive junto a la montaña.
“Si el sonido de los bramidos es más fuerte o hay cañonazos y pasa algo, tengo que avisar inmediatamente al Observatorio”. Cuando habla del tema, toma una pose más militar, como dando a entender que esa es su principal misión de vida: proteger a los habitantes del sector.