Moliere dijo alguna vez que el teatro era como una lupa que permitía a los espectadores ver las cosas más grandes y de cerca. Después de ver ‘Las brujas de Salem’ -que se presenta estas semanas en Quito- yo añadiría que el teatro es también un lienzo en el que se retratan historias y personajes inolvidables por su capacidad de encarnar los dilemas de la condición humana.
En el caso de ‘Las brujas de Salem’ ese lienzo ha sido elaborado con un entramado de 17 actores en un escenario deliberadamente sencillo, para reflejar la severidad del puritanismo religioso que regía en Massachusetts a finales del siglo XVII.
Esa frugalidad escenográfica es clave porque contrasta dramáticamente con la desmesura de las pasiones -religiosas, carnales y políticas- que envuelven a los personajes de la obra. Aquella escenografía espartana también ayuda al espectador a entender que está siendo testigo de una tragedia, en el sentido griego del término; es decir, de una historia cuyos personajes están fatalmente condenados por el destino y que no hay nada en el mundo que pueda librarlos del final que les espera.
Esquilo inventó el recurso de la fatalidad para subrayar la importancia de la voluntad humana para defenderse incluso en situaciones aparentemente perdidas. En ‘Las brujas de Salem’ aquella invención del teatro griego es puesta a buen uso, pues a pesar de que muchos personajes son completamente sometidos por las autoridades religiosas de la provincia y obligados a sufrir una muerte terrible, enfrentan ese destino sin perder la compostura, con dignidad y valentía, sabiendo que son víctimas de una injusticia, pero sin lamentarse de aquello.
En ese sentido, una mención aparte merece la actuación de Ovidio González, de quien sólo conocíamos su faceta de músico y cantante. Esta vez, González interpreta a John Proctor -uno de los personajes clave de la obra- con gran veracidad y dramatismo.
El último acto de aquella obra es el de mayor intensidad gracias a su actuación y a la de Antonio Ordóñez, quien interpreta a Danforth, juez todopoderoso del proceso. Escudado en una retórica legalista y aparentemente justa, Danforth encarna todos los vicios del funcionario con poderes omnímodos; el tinterillo con aires de gran señor que utiliza la maquinaria del Estado para su beneficio político.
El mal uso del argumento moral y religioso con fines políticos es quizá uno de los grandes temas que aborda ‘Las brujas de Salem’. En ese sentido, la obra tiene para nosotros una vigencia incuestionable y me inclino a pensar que su puesta en escena no es fruto de la coincidencia.
Ya sea por azar o no, el hecho cierto es que esta magnífica obra de teatro merece la pena estar en cartelera por mucho tiempo.