El grupo Runakawsai recicla basura en Las Casas Bajo, para huertos. 25 familias desechan de manera diferenciada. Foto: Patricio Terán / EL COMERCIO
Las calles abarrotadas de basura revelaron dos problemas en la capital: la ineficiencia en la recolección de los desechos por parte de la Empresa Metropolitana de Aseo (Emaseo), y una falta de cultura de la ciudadanía para aprovechar los desechos.
Así explica Roberto Jijón, ingeniero ambiental y catedrático universitario.
Quito genera cada día 2 000 toneladas de basura. El 98% va a parar al relleno sanitario, mientras que en ciudades como Ámsterdam (Holanda), el 10% de la basura va al relleno y el 90% se reutiliza, a pesar de que, según el Municipio, un 57% de los residuos sólidos que genera una familia es orgánico y se puede reutilizar.
Esas cifras reflejan -dice Jijón- una falta de conciencia por parte de la gente, no solo con el dinero de la ciudad: al año se gastan en promedio USD 18,5 millones solo en disposición técnica de residuos domésticos, sino con el ambiente, por el impacto de enterrar los desperdicios.
La gente piensa equivocadamente, dice Jijón, que la basura no es su responsabilidad, sino solo de las autoridades.
Sin embargo, hay organizaciones, familias o vecinos que llevan a cabo planes para disminuir la cantidad de basura que sacan a la calle.
En el barrio Las Casas Bajo, por ejemplo, una agrupación aprovecha todos los residuos orgánicos que se generan en casa. Son 25 familias que desechan de manera diferenciada, y con las cáscaras de frutas, legumbres y otros desperdicios de la cocina hacen abono.
Marcos Toscano, director de la Fundación Runakawsai y quien encabeza el proyecto, explica que el barrio tiene desde hace ocho años un centro de permacultura (agricultura en ambientes urbanos), donde además de recoger residuos orgánicos de casa, reciben desechos de jardinería.
Este funciona en un terreno que les fue dado en comodato. Antes era un botadero y hoy cuenta con aulas donde se dan clases de agroecología. También hay huertos. Cada mes, unas 250 personas reciben cursos, capacitaciones, hacen bioferias y más.
La idea nació de la misma comunidad. Los vecinos se organizaron y comenzaron a darle vida al proyecto.
Hacen autogestión y sacan fondos con los cursos y la venta del abono. Además tienen una carpintería, un invernadero y dos baños aboneros secos. Se trata de inodoros que no usan agua sino el aserrín que sale de la carpintería. Hacen abono con excrementos. Con esa tierra nutren a 30 árboles frutales.
Funciona de manera sencilla: la persona ocupa el baño y en lugar de arrojar agua coloca aserrín. Una vez que se llena, colocan lombrices, ceniza y se deja reposar por ocho meses y se vuelve tierra abonada.
Por cada baño se producen 20 carretillas de humus. En el mercado, cada carretilla cuesta cerca de USD 20. La ganancia, advierte Toscano, va más allá de lo económico: gana la naturaleza en sí.
Cada dos o tres días, cada familia deja una funda con basura orgánica. Esos desperdicios son colocados en una lombricera grande de 2 metros de largo por 50 cm de profundidad. Se la debe tapar con tierra y con paja y las lombrices hacen el resto. El resultado: suelo rico en nutrientes para usar en los 20 huertos que manejan.
Parte de esa producción sirve para abastecer a unas 20 personas, y el resto se lo vende a restaurantes cercanos.
Cosechan lechuga, cebolla, brócoli, rábano, acelga… En mantener los huertos invierten USD 50 al mes, pero les ahorra cerca de USD 150.
Para Jijón, hace falta inversión en educación y programas de concienciación para crear una cultura de reciclaje.
Los Pérez, quienes viven en Santa Anita (norte), también son ejemplo de tratamiento adecuado de desechos. Juan Carlos, el padre, cuenta que en la cocina hay tres tachos: uno para lo orgánico, otro para papel, cartón y botellas y un último para el resto.
Sus hijos, pasando un día, colocan los desechos orgánicos en una compostera que hay en el patio de su casa. El plástico y el papel lo venden a un reciclador y obtienen entre USD 5 y USD 8 al mes, y el resto lo sacan para que se lleve el recolector. Según Pérez, lograron reducir en un 70% la basura que sacan a la calle.
Para Diego Hurtado, urbanista y catedrático universitario, hace falta una política pública que encamine a la ciudad hacia una cultura de responsabilidad.
Hurtado asegura que si hubiese la normativa para que exista una separación en la fuente, la situación sería distinta. El Municipio, insiste, debería buscar la forma de incentivar esas buenas prácticas, y capacitar a la comunidad para que deje de ver la basura como desechos y empiece a verla como recurso.