Uno de los ejercicios más difíciles y complejos para el ser humano es verse a sí mismo, evaluarse, mirarse al espejo, ejercer la autocrítica. Por lo general y por un sinnúmero de razones no lo hacemos. Unas veces por temor a revelar ante uno o ante los demás nuestros errores y flaquezas, por no hacernos más problemas de los que ya tenemos, por no entrar o agudizar una crisis o por miedo a descubrir algo que lo sepultamos alguna vez en el subconsciente. Entonces, lo más común es eludir, ver a otro lado, auto- engañamos, mentir, no mirar los problemas y seguir adelante como si nada. La verdad es que con esa actitud se pueden diferir los problemas, pero no extinguirlos, ya que tarde o temprano aparecen con más fuerza.
La cultura, la religión o la educación han ayudado a incrementar nuestro espanto a cometer errores y a todo ejercicio o instrumento que los vuelva evidentes. La estigmatización del error y la glorificación de la perfección. El hombre exitoso, sin errores, con más dinero, es el símbolo del capitalismo. Mientras menos errores, somos más divinos, santos, nos acercamos a Dios. El sentimiento de culpa católico por los errores y pecados nos ahuyenta de ellos. Los exámenes y las pruebas escolares del anacrónico sistema educativo exaltan y exhiben negativamente el error para justificar su fusilamiento.
Con esta pesada carga, muchas generaciones hemos crecido miedosas y acomplejadas: infalibles, prepotentes, no reconociendo nuestras debilidades y errores y echando la culpa a los demás de ellos. Lamentablemente las nuevas, por nuestra influencia, también cargan con el peso del autoengaño del perfeccionismo. Entonces, todos, unos más otros menos, tenemos temor a vernos.
La verdad que lo saludable es asumir el error como normal y necesario. Sólo a través de su identificación y comprensión podemos verdaderamente crecer y avanzar. La persona pue-
de hacerse más humana reconociendo y aprendiendo de sus fracasos y de sus éxitos, de sus aciertos y errores. Tenemos derecho al error.
El ejercicio de la autocrítica y evaluación permanente, no punitiva, equilibrada, sin autoflagelarse ni mentirse, revela un alto nivel de madurez y valentía de la persona, de la organización o del país que la practica. La autocrítica es una acción revolucionaria. En la celebración de estos tres años de Gobierno, más que discursos épicos, hubiera sido bien recibida y aplaudida la proclama sencilla de logros, errores y rectificaciones. Reconocer, por ejemplo, el desacierto de la declaración hecha en 2009 de “Ecuador Patria alfabetizada”, en la que se anunció al país y al mundo la eliminación de una lacra social, que no sólo que no ha desaparecido sino que ha aumentado en este año, según lo comprueba en estos días la Flacso con datos del INEC.
Si quieren avanzar: autocrítica, ya. Todavía hay tiempo.