Putin durante el referendo. Ese día fue el único en el recinto electoral que no portaba mascarilla. Foto:archivo : el comercio
El referendo ruso del pasado 1 de julio quedará en la historia como uno de los acontecimientos políticos más importantes del deslucido 2020. En este plebiscito, más del 70% de la población de ese país votó a favor de que se enmiende la constitución para que Vladimir Putin se mantenga en el poder durante dos periodos presidenciales más.
Gracias a este nuevo triunfo electoral, el presidente ruso, que al igual que otros líderes mesiánicos convencidos de que la democracia comienza y termina en las urnas, extenderá su estancia en el Kremlin hasta el 2036. Ese año habrá cumplido 84 abriles; 36 de ellos como el hombre más poderoso de Rusia y como uno de los más influyentes del siglo XXI.
Aunque Vladimir Vladímirovich Putin siempre ha sido inteligente y ambicioso y se graduó con honores de la carrera de Derecho en la Universidad de Leningrado, no siempre estuvo en el poder. Desde la caída del Muro de Berlín, una serie de acontecimientos fueron cambiando su destino.
En 1989, este hijo de un padre suboficial y una madre ama de casa, era un joven agente de la KGB que trabajaba en Dresde (Alemania Oriental). Ese año tuvo que emprender el regreso a San Petersburgo, la ciudad en la que, durante sus años de infancia, vivió hacinado en la habitación de un ‘kommunalka’ -departamento comunitario de la Unión Soviética-.
Su plan era montarse en su carro y convertirse en taxista, para así mantener a su ex esposa Liudmila y a sus hijas María y Yekaterina, entonces de 4 y 3 años respectivamente.
No se sabe bien cómo, pero aquel plan fue trastrocado por la política. De la noche a la mañana apareció como la mano derecha del alcalde Anatoli Sobchak. Años más tarde se mudó a Moscú, prosperó en el FSB, la agencia que reemplazó a la KGB, y dio el saltó al Kremlin, gracias al apoyo de la oligarquía rusa de finales de los años 90; liderada por Boris Berezovski, Vladimir Gusinski y Mijaíl Jodorkovski.
Berezovski fue quien lanzó la idea de convertir a Putin en el reemplazo de Boris Yeltsin. Para convencer a sus amigos destacó en él una lealtad a sus superiores a prueba de fisuras.En 1999, Boris Yeltsin lo designó como Primer Ministro de Rusia. Seis meses después, ya como presidente, se reveló y arremetió contra los hombres que lo encumbraron al poder.
Dos se vieron obligados a exiliarse. Jodorkovski fue el único que se quedó, con la intención de salvar su imperio petrolero, pero fue llevado a juicio y enviado a Siberia, donde estuvo preso hasta el 2013.
El presidente ruso es cinturón negro en judo. Deporte que practica desde sus años de infancia.
A pesar de la vida llena de limitaciones en su infancia y su juventud, Putin afirma que vivió el fin de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como la catástrofe más grande del siglo XX. Una de las mejores entradas para entender su fe ciega en este sistema aparece en el libro ‘En primera persona’, autobiografía publicada meses antes de su primera presidencia.
En un pasaje del libro sostiene: “El comunismo ha hecho cosas terribles, de acuerdo, pero no era lo mismo que el nazismo. Esta equivalencia que los intelectuales exponen como obvia es una ignominia. El comunismo era algo grande, heroico, hermoso, algo que confiaba en el hombre y que daba confianza en él. Había inocencia en aquella fe, y en el mundo despiadado que vino después cada cual la asocia confusamente con su infancia”.
Putin creció en un entorno de culto a la patria, a la Gran Guerra Patriótica -el nombre con el los soviéticos se referían a la guerra contra la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial– y a la KGB.
En ‘Limónov’, el escritor francés Emmanuel Carrere cuenta que Putin ingresó en los órganos de la URSS por romanticismo, “porque en ellos había hombres de élite que defendían a su patria y se sentía orgulloso de que le hubieran aceptado”. Añade que desconfió de la Perestroika y que aborreció que “unos masoquistas o agentes de la CIA se rasgaran las vestiduras por el Gulag y los crímenes de Stalin”.
En su infancia fue un niño enclenque y arisco. De adolescente fue, según sus propias palabras, un pequeño maleante. Lo que le impidió perderse en el camino fue su pasión por el judo, que practicó hasta convertirse en cinta negra. Desde que está en el poder le gusta que le fotografíen en sus combates, o con el torso desnudo y pantalón de faena.
A pesar de que es un hombre frío que promueve el culto a la personalidad, que practica un relativismo absoluto de los valores, que prefiere inspirar miedo antes que sentirlo y que cree en el derecho del más fuerte, el eco de su poder ha traspasado las fronteras rusas. En 2007, la revista ‘Time’ lo nombró Personaje del Año; y en la última década, la revista ‘Forbes’ lo ha incluido en la lista de las personas más poderosas del mundo, incluso ha sonado como candidato al Premio Nobel de la Paz.
Si hay algo que le disgusta es que se mencionen nombres como el de Anna Politkóvskaya, que fue abatida en la escalera de su casa, el 7 de octubre del 2006. Esta periodista se había dedicado a investigar los entuertos de su gobierno, sobre todo, los que tenían que ver con los miles de muertos que provocó la guerra en Chechenia. A partir de sus investigaciones escribió ‘Chechenia: la deshonra sucia’, ‘Una guerra sucia: Una reportera rusa en Chechenia’ y ‘La Rusia de Putin’. Libros que muestran la estampa bélica de un presidente que ha aupado las guerras de Giorgia, Ucrania y Siria.
Con el triunfo en este referendo, también ha logrado que se incluya la fe en Dios y en el matrimonio heterosexual, en la constitución rusa. Putin es un hombre que mira con nostalgia las tradiciones. En varias oportunidades ha hecho referencia a la importancia de mantener intacta la historia milenaria de Rusia, así como la memoria de sus antepasados. Cuando lo señalan como un ‘zar’ moderno siempre dice que él trabaja, no reina.
Frente a las críticas responde con un discurso centrado en la estabilidad económica que ha alcanzado su país, en relación al caos y a la pobreza que existió en la década de los noventa.Sabe que volver al comunismo es una quimera, pero nunca pierde la oportunidad para soltar una de sus frases favoritas: “el que quiera restaurar el comunismo no tiene cabeza y el que no lo eche de menos no tiene corazón”. A fin de cuentas, su as bajo la manga ha sido entender que el hombre es el lobo del hombre.