Demostración frente al Palacio Presidencial en apoyo a la concesión de la nacionalidad ecuatoriana a Julian Assange, el 31 de octubre de 2018. Foto: AFP.
La terminación del asilo otorgado al activista cibernético Julian Assange por parte del Gobierno ecuatoriano ha dado pábulo a torrentes de tinta en torno a las causas y secuelas del acontecimiento y también con el llamado derecho de asilo. Pese a su actualidad, se trata de una institución cuyos orígenes se remontan a la antigua Grecia, cuando la palabra asyla (asylum en el derecho romano) señalaba un lugar donde los perseguidos podían encontrar refugio.
Tal el caso de una ciudad-Estado donde el ciudadano de otra localidad era protegido, tanto en su persona como en sus bienes, o el de los templos dedicados a alguna divinidad conocida por la protección que sus sacerdotes brindaban al perseguido (asyla religiosa). Tan noble institución pervivió en la Edad Media. Fueron las iglesias cristianas y, en ocasiones, los castillos de algunos señores feudales, lugares donde quien temía por su vida o su libertad podía encontrar un amparo, muchas veces precario.
Lo paradójico es que en sus inicios, incluso hasta bien avanzada la Edad Moderna y aún bajo los regímenes absolutistas de las monarquías europeas, el asilo era deparado sobre todo a los malhechores. En contrapartida, a los perseguidos políticos se les negaba el amparo, puesto que el poder los consideraba como delincuentes particularmente peligrosos. Ello nos habla del carácter proclive a la perversidad del poder, cuando se sustenta en la más inhumana lógica: su sobrevivencia sobre cualquier otra consideración.
Solo con la consolidación de los ideales de la Revolución Francesa pudo revertirse el concepto del asilo: se consideró su pertinencia para los perseguidos por razones ideológicas o políticas, en tanto que se limitó o eliminó su concesión a los delincuentes comunes.
En todo caso, ya en su práctica, la institución del asilo ha sido objeto de varios malentendidos. En los albores del Renacimiento, concretamente en el siglo XV, nos cuenta Rodrigo Borja en su ‘Enciclopedia de la Política’, gracias a la organización de la diplomacia como una función del Estado y por iniciativa de la República de Venecia, “empezó el asilo diplomático fundado en la extraterritorialidad que entonces se reconocía a las sedes y residencias de los enviados especiales”. Este principio, el de la extraterritorialidad, se aplicó a las Embajadas extranjeras por mucho tiempo, hasta que fue sustituido por el de la inviolabilidad de los locales diplomáticos, adoptado, entre otros instrumentos internacionales, por la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomáticas, suscrita en esa capital el 18 de abril de 1961 y que entró en vigor el 24 de abril de 1964. El Artículo 22, numeral 1, de dicha convención dice lacónicamente, pero suficientemente: “Los locales de la misión son inviolables. Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos sin consentimiento del jefe de la misión”.
El principio de la inviolabilidad de las misiones diplomáticas es mucho más realista que el de la extraterritorialidad. En este último caso, se trata de una ficción, puesto que el territorio en que se asienta la misión es el del Estado receptor. No es en modo alguno una extensión del territorio del Estado al que representa la embajada; pero en cambio sí resulta por demás lógico que, gracias a una convención aceptada por todos los Estados, los locales diplomáticos (concretamente el destinado a las oficinas y el de residencia del embajador o jefe de misión) son inviolables. Sin embargo, todavía, y ello se ha hecho ostensible respecto a la suspensión del asilo a Julian Assange por parte del Gobierno ecuatoriano, muchos comentaristas señalan a los locales de las embajadas como territorio del país, lo cual, evidentemente, es un malentendido.
El fundador de Wikileaks, Julian Assange, es arrestado por agentes de Scotland Yard en la Embajada del Ecuador en Londres, el 11 de abril. Foto: captura de video RT
De todos modos, el hecho de constituirse dichos locales en inviolables garantiza la seguridad de quienes, por razones políticas, ingresan en ellos en procura de asilo.
Pese a sus orígenes europeos, el asilo ha devenido más que nada en una institución latinoamericana, puesto que han sido los países de esta región los que la han aceptado como un principio inherente a sus ordenamientos jurídicos y adoptado varios instrumentos internacionales consagratorios de su vigencia: el Convenio sobre el Asilo en sus relaciones mutuas con los gobiernos de América, suscrito en La Habana en 1928, en el marco de la VI Conferencia Interamericana; la Convención sobre Asilo Político, Montevideo, 1933, adoptada durante la VII Conferencia Internacional Americana; la Convención sobre Asilo Diplomático y la Convención sobre Asilo Territorial, firmadas en Caracas en 1954, como corolario de la Décima Conferencia Panamericana celebrada en marzo de ese año.
En todos estos instrumentos, el asilo es conceptuado como un principio jurídico interamericano. Solamente en 1948, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, invistió a este principio de un carácter universal, si bien su reglamentación e incluso su reconocimiento por parte de los Estados, continúa siendo más que nada un atributo de las convenciones americanas antes mencionadas.
El asilo diplomático se produce cuando un perseguido penetra en una embajada, pero la calificación de este como asilado es una atribución del Estado que asila o Estado que envía. Esta atribución ha supuesto no pocas veces enfrentamientos entre el Estado asilante y el Estado territorial, puesto que por norma general este último considera al perseguido como delincuente común, divergencia de posiciones que ha llegado incluso a deteriorar seriamente las relaciones entre los países. El asilo territorial se produce cuando un perseguido penetra en el territorio de un Estado y solicita su amparo.
El punto neurálgico se da cuando el Estado que concede el asilo pide al territorial el salvoconducto necesario para que el asilado pueda salir del país sin riesgo para su libertad o su vida y el Gobierno de aquel se niega a concederlo.
Tanto la concesión del asilo como la del salvoconducto, o la negativa a hacerlo, no requieren de explicaciones por parte de uno y otro Estado, aunque es prerrogativa de los gobiernos formularlas si lo consideran necesario. Asimismo, la suspensión del asilo constituye una atribución soberana del Estado asilante, quien puede proceder a ello sin dar explicación alguna, si bien como en el caso ecuatoriano frente a la decisión de terminar con el asilo para Assange, el Gobierno estimó conveniente explicar la razones que tuvo en cuenta para ello. Entre otras, a más del comportamiento que tenga el asilado, suele gravitar de manera determinante el hecho de que aquel intervenga en asuntos internos del país asilante, lo que está expresamente prohibido por las convenciones americanas sobre la materia.