James Rhodes durante uno de sus conciertos en el hotel Mayfair, en el Reino Unido. Foto: Wikipedia
Solo se necesitan cuatro minutos y 44 segundos para subsumirse en el calamitoso mundo de James Rhodes. Al escuchar su interpretación para piano de Orfeo et Eurydice, el oyente llega a sentir aquel lamento de Orfeo por su amada que arrancó lágrimas a los dioses del Olimpo. Al mismo tiempo, esta pieza es una oportunidad para entrar en contacto con uno de los motivos más trascendentales del trabajo del compositor: la tragedia humana.
Con la autobiografía ‘Instrumental’, Rhodes abre precisamente una oportunidad para mirar a la tragedia como un motivo para la creación artística. Abusos sexuales, problemas psicológicos y traumas emocionales saltan a la luz en un libro en el que ata cada momento de su vida con la música como el hecho artístico fundamental para lograr sobrevivir a las desgracias.
Precisamente, con este libro Rhodes deja por sentado uno de sus objetivos como intérprete: la música como un elemento terapéutico (sobre todo con esquizofrénicos), una suerte de punto de fuga para asumir un pasado tortuoso y llegar a un buen término.
La historia de Rhodes es la historia misma de la música. (Casi) todos los músicos han debido enfrentarse a un mundo insensible con ellos, y han encontrado en sus partituras la mejor sesión terapéutica de sus vidas. Un ejemplo lo encontramos en Hector Berlioz, para quien los desapasionados encuentros con Harriet Smithson fueron claves para dar forma a ‘Episodio de la vida de un artista’. Sus críticos e historiadores encuentran en esta obra el objeto a través del cual el compositor decanta momentos tristes que marcaron su vida sentimental.
Pero no solo las tragedias personales son la gran fuente de inspiración en el momento de crear una pieza única. Y esto lo escuchamos en O King, escrita por Luciano Berio y cuyo motivo surge de la muerte de Martin Luther King. Aquí la música fluye a partir de los neuróticos momentos de este trágico episodio de la historia americana, los cuales son puestos en voces e instrumentos que resaltan aquella desolación de un pueblo que ha perdido a su líder político y espiritual.
La desolación, en cierta medida, también fue una de las fuentes de las cuales bebió Richard Wagner en el momento de dar forma al ciclo de obras de ‘El Anillo del Nibelungo’. En su exilio de 11 años, él moldeó una de las piezas cumbre de la composición operística de todos los tiempos, así como a otras piezas ensayísticas tan polémicas como ‘El judaísmo en la música’, el cual acentuó su imagen como antisemita. Sus historiadores hablan de un alejamiento de su tierra natal para, justamente, exaltar aquellas tradición popular de la cual fue separado debido a sus ideas político-sociales.
Entre estas tragedias se cuela una de las más enigmáticas y representativas de la historia de la música de finales del siglo XIX. Luego de tormentosos años en los que buscó apoyo económico para dar rienda suelta a sus creaciones y, asimismo, reprimir sus deseos homosexuales con el fin de esquivar cualquier problema legal, Piotr Ilich Tchaikovsky estrenó -el 28 de octubre de 1893- su sexta sinfonía, mundialmente conocida como Patética y que ha sido considerada por los críticos como la obra por excelencia, en la que el autor realiza una introspección de las experiencias que lo marcaron.
Sobre esta, el crítico Havelock Ellis se referiría como la representación de “una tragedia homosexual”, un comentario que toma mayor fuerza cuando se toma en cuenta que el compositor murió semanas después de la primera presentación, lo cual implicó que a esta pieza se la considerara como el réquiem del músico ruso.
Los desastres amorosos, las más difíciles situaciones familiares o la pena colectiva no son los únicos detonantes para dar forma a una partitura. Y una muestra de ello es Robert Schuman, quien antes de ser internado a causa de sus intensas alucinaciones e intentos de suicidio (desde muy temprana edad viviría bajo la sombra de aquellos personajes fantásticos de su cabeza), creó las piezas más destacadas del Romanticismo, sobre todo por su trabajo en torno a la voz y al piano. Sus historiadores cuentan que en medio de sus episodios psicóticos lograba escribir sonatas, sinfonías, conciertos para piano, entre otros. De hecho, en uno de sus instantes de lucidez creó el Concierto para piano y orquesta en la menor, el cual se convirtió en una de las piezas más emblemáticas para este instrumento en Europa e hizo que Clara, su esposa, alcanzara un éxito sin precedentes.
¿Pero qué implican necesariamente todos estos oscuros episodios para un músico o compositor? Una de las respuestas más brillantes la formuló Philip Glass en las líneas de su libro ‘Words Without Music’ (Palabras sin música). En estas memorias, él hace énfasis en que lo importante en la vida está en cómo la persona se encuentra conectada con su pasado; que el proceso creativo es el resultado de este vaivén entre el drama personal y la felicidad de la existencia misma. Eso es lo que, a la postre, deja el músico a sus seguidores: la posibilidad de escuchar su pasado para moldear el futuro.
Así, la partitura se convierte en un espacio de reflexión; una hoja en blanco que se asemeja a la habitación de un psiquiátrico y en la cual la opción es recuperarse o morir. Esa es la música: la excusa para exteriorizar los fantasmas del pasado; el momento de escuchar sus voces y saber qué nos susurran al oído.