Reproducción del libro ‘Una visión histórica de Yaguachi’.
En noviembre de 1898, Pedro Jacinto Montero Maridueña fue nombrado coronel del Ejército de la República del Ecuador. El decreto -incluido en un texto de Raúl Sánchez Mendoza- tiene la firma de Eloy Alfaro Delgado, quien también le otorgó una espada con empuñadura de plata, tallada con una cortante inscripción: ‘No me saque sin razón; no me envaine sin honor’. 14 años después fue salvajemente mutilado e incinerado junto a la plaza San Francisco.
El 25 de enero de 1912 fue el último día del ‘Tigre del Bulubulu’, como conocían al militar nacido en San Jacinto de Yaguachi, leal a Alfaro y figura representativa de partido liberal radical. Guayaquil se convirtió en su juzgado y su sepulcro; en Guayaquil, con su muerte, comenzó la Hoguera Bárbara. Irónicamente, fue Guayaquil donde se consolidó el triunfo de las tropas alfaristas, el 5 de junio de 1895. Su dominio se mantuvo por los siguientes 17 años. La ciudad tenía unos 91 000 habitantes, tenía calles empedradas por donde ya circulaba el tranvía eléctrico, bancos y edificios de madera construidos a partir del ‘boom’ de la pepa de oro. El esplendor contrastaba con momentos de conmoción y sangre.
“En este periodo hubo cerca de 5 000 muertes, 500 en Guayaquil -relata el investigador Pedro Valero-. Cuando Alfaro llega a la Presidencia hubo agitación política, porque se granjeó como enemigos a la Iglesia, a los conservadores…”, narra en la transitada y bulliciosa esquina de Chimborazo y 10 de Agosto, a un costado de la Catedral Metropolitana.
En la calle Pedro Carbo y Malecón hay una placa que recuerda a Montero.
Desde ahí dirigió a un grupo de seguidores de La memoria de Guayaquil, una comunidad tejida en Internet por los hilos de la historia, que la tarde del pasado 25 de enero revivió los últimos pasos de Montero por la urbe porteña. Descansaba en esa esquina, donde estuvo la casona de una familia italiana, cuando fue detenido junto a su líder, tres días antes del fin. Con ellos fue apresado Ulpiano Páez, y días después Medardo y Flavio Alfaro, Luciano Coral y Manuel Serrano.
El derrocamiento de Alfaro en 1911 agrietó las entrañas del liberalismo, fragmentado entre los radicales y los más conservadores liderados por Leonidas Plaza Gutiérrez. Con la muerte del presidente Emilio Estrada -apenas estuvo cuatro meses en el cargo- y el ascenso como encargado de Carlos Freile Zaldumbide, el general Montero se proclamó Jefe Supremo en Guayaquil y encabezó cruentos combates en Huigra, Naranjito y Yaguachi, para pedir el retorno del Viejo Luchador desde Panamá.
La derrota lo llevó a firmar el Tratado de Durán, un acuerdo que contó con la participación de tres cónsules para garantizar la vida de civiles y militares. Ese mismo día fue tomado prisionero; el tratado no se cumplió y Pedro Jacinto Montero caminó escoltado hacia su juicio en el edificio de la Gobernación del Guayas.
Es una tarde gris, con llovizna. Quienes siguen los pasos del general dejan atrás el ruido de la Metrovía e ingresan a la silenciosa y regenerada Plaza de la Administración. En contraste, 108 años atrás, Guayaquil estuvo sitiada por el batallón Marañón; había disparos.
Aquí se ubicaba la casona donde fue arrestado.
Un fragmento de las selecciones biográficas de Jorge Pérez Concha esboza un retrato de Montero en aquel momento: “Su aspecto era, al parecer, sereno, aun cuando su semblante delataba las horas de angustia y fatigas vividas con el correr de los últimos 30 días”.
El general vestía saco plomo, chaleco con rayas negras, corbata azul claro, pantalón y zapatos negros y llevaba un sombrero manabita en sus manos. “Dijo llamarse como es sabido, ser militar en servicio activo, tener 50 años de edad y no poseer religión alguna”.
Esa respuesta encendió, quizá aún más, la ira de la muchedumbre. Había quienes lo vinculaban con la masacre de la capilla del Colegio San Felipe Neri, en 1897 en Riobamba. Las tropas entraron al templo, asesinaron al sacerdote Emilio Moscoso Cárdenas -declarado recientemente beato, mártir de la eucaristía-, se bebieron el vino consagrado y rompieron el sagrario. “Por eso la gente decía que su muerte era castigo divino”, comenta Valero.
El Grito del Pueblo y otros periódicos de la época conservan en sus carcomidas páginas la sentencia del Consejo de Guerra, leída esa noche desde un balcón de la calle Ballén. Pedro Montero fue acusado de crimen de alta traición, según el Código Militar. El anuncio de una pena de reclusión de 16 años enardeció a los 5 000 que pedían a gritos su muerte.
El libro de Sánchez Mendoza narra la tensa escena. “Montero, pálido como la cera, cobra valor y responde con arrogancia: ¿Quieren mi vida? Se las daré mañana”. Su custodio, el sargento Alipio Sotomayor, respondió tajante antes de dispararle en la cara. “No, ¡ahora mismo!”. Hay quienes dicen que él solo haló el gatillo; la orden la habría dado Plaza Gutiérrez, el jefe del Ejército, presente en la sala de juicio.
El cuerpo del militar fue golpeado, atravesado por bayonetas y lanzado desde el segundo piso ante la mirada de terror de Alfaro y los otros prisioneros, trasladados en tren a Quito, la madrugada siguiente. Fue arrastrado por la calle Aguirre hacia Pedro Carbo, donde se mantiene la compañía Salamandra, del Cuerpo de Bomberos. Su cadáver fue decapitado, castrado, mutilado…
Valero relata que le cortaron un brazo, le extirparon el corazón para exhibirlo como trofeo de guerra y lo que quedó fue empapado en el keroseno que obtuvieron del almacén Bola de Oro. El fuego ardió por una hora, hasta que la viuda Teresa Guzmán clamó misericordia.
Sus restos terminaron en un sencillo cofre mortuorio de seis pesos; no hubo ceremonia. El cuerpo calcinado fue exhumado en 1957. Una foto muestra su figura irreconocible en el anfiteatro Julián Coronel, envuelta en retazos de prendas carbonizadas, rodeado por sus familiares, aún de luto.
Hoy reposa en un mausoleo en su natal Yaguachi. Y en Guayaquil, en la fachada del cuartel Salamandra, se camufla una placa en su memoria. ‘Al Señor General Pedro J. Montero Maridueña, mártir de las libertades ecuatorianas, paradigma de lealtad, inmolado en este lugar…’, se lee junto a los rótulos de modernos locales de comida rápida, en medio de los despistados caminantes que transitan sin saber que allí comenzó la Hoguera Bárbara.