Obra de Gonzalo Endara Crow que resume la cromática del Ecuador andino. El mestizaje enriqueció y sigue enriqueciendo étnica y culturalmente a los pueblos de la región. Foto: www.blouinartinfo.com
De tiempo en tiempo, vuelve a circular entre nosotros la pregunta por nuestra identidad hispánica o nativa. La hemos leído hace poco en este mismo diario y no nos ha causado sorpresa la respuesta que se ofrece a sí misma: “ni española ni indígena; nuestra identidad es mestiza”.
Sí, somos mestizos casi todos, como lo son los congoleses, los españoles, los israelitas, los franceses, los chinos, los ingleses y sobre todo los gringos, en cuyo país no falta ningún pueblo del mundo; somos mestizos, en suma, como lo son todos los demás pueblos que viven bajo el sol. Esa pureza ideal de las que no hace mucho se exaltaba como “razas superiores”, no es más que una peligrosa construcción ideológica, como lo es también la idea de “nación”, que en cada país acude a imaginarias raíces de las que nacerían unos vínculos de sangre imprescriptibles. Ambos conceptos han sido fundamento de execrables totalitarismos y es mejor apartarse de ellos. Ya en 1882 Renán pronunció en la Sorbona una célebre conferencia en la que mostró con claridad que todos los pueblos modernos de Europa provienen del mestizaje provocado por las migraciones de eslavos, godos, vándalos, hunos, anglos, sajones, francos, longobardos y otros (generalmente conocidas como “las invasiones bárbaras”), que entre los siglos III y VII penetraron en el Imperio Romano de Occidente y acabaron por destruirlo. Se extendieron por Europa entremezclándose con los pueblos originarios (celtas, galos, iberos y otros, todos ellos incorporados ya a la cultura latina y cristiana), de modo que, como demostró el famoso historiador, los mismos pueblos se encuentran en el origen de la formación de naciones que hoy se consideran muy distintas, como la francesa y la alemana, por ejemplo. Nada extraordinario es que también nosotros (que provenimos de una mezcla de pueblos indígenas y de pueblos ya por sí mismos mestizos, como los españoles), nos declaremos también mestizos, sin olvidar los mestizajes más recientes con inmigrantes sirios, libaneses, alemanes, franceses, coreanos, etc., etc.
Pero es necesario hacer una distinción fundamental: una cosa es el hecho del mestizaje (hecho real, histórico y sociológico) que enriqueció y sigue enriqueciendo étnica y culturalmente a los pueblos originarios de América del mismo modo que ha enriquecido a todos los pueblos que viven sobre la faz de la Tierra, y otra cosa muy distinta es la ideología del mestizaje, incubada en América desde la segunda década del siglo pasado y reafirmada en forma paralela al desarrollo del indigenismo que dominó la literatura y la pintura desde esos mismos años, con ramificaciones de importancia en la naciente sociología de entonces. Tal ideología, cuyas raíces se encuentran en Vasconcelos, Henríquez Ureña, Reyes y otros pensadores de la época (aunque tiene antecedentes más lejanos), tuvo entre nosotros su mayor expresión en los ensayos de Benjamín Carrión, y particularmente en su “Atahuallpa”.
Venida desde la hispanofilia de principios de siglo (presente incluso en los dos primeros libros de Carrión), esta ideología no buscaba el reconocimiento llano y simple de una realidad innegable, sino un disimulado “blanqueamiento” del indígena vergonzante. Clara expresión de ello fue Luis Alfonso Romero y Flores, cuyas aventuras y desdichas fueron magistralmente narradas por Icaza en la mejor de sus novelas. En otras palabras, era una ideología que conservaba una hispanofilia escondida y desdibujaba las ricas diferencias entre los pueblos hasta terminar por confundirlos bajo el manto de un mestizaje que “rezaba a Jesucristo en español”, como se lee en un poema de Darío. De ahí que Cornejo Polar haya escrito que el concepto de mestizaje es uno de los más engañosos que hay en las ciencias sociales, puesto que ha servido para distorsionar la verdad de nuestros pueblos.
Nada hay más injusto que reducir toda nuestra herencia étnica y cultural a lo español, ya sea bajo las banderas de la hispanofilia declarada, ya sea bajo las insignias de ese “mestizaje” entendido como “españolización” o “blanqueamiento” de lo indígena; pero injusticia equivalente es reducirla a lo indígena, bajo el pretexto de reivindicar lo propio, como se ha venido haciendo desde la celebración del V Centenario de Colón. Somos lo uno y lo otro, o mejor, como ya dijo Bolívar, somos un nuevo género humano en el cual ya están fundidos en una nueva e inédita unidad los diversos ancestros. De ambas raíces hemos recibido nuestras virtudes, pero también nuestros defectos. Soñadores y audaces muchas veces, somos también ladinos y proclives a mentir y haraganear. Fanfarrones y con inevitables pretensiones de nobleza, como aquel hidalgo al que Lázaro de Tormes sirvió como escudero, no nos falta una capacidad ilimitada para resistir por tiempo prolongado las más penosas adversidades. Hemos heredado del indio una habilidad prodigiosa en nuestras manos (habilidad que por desgracia no cultivan nuestros sistemas educativos), y del antiguo castellano un trágico sentido de la muerte; pero no dejamos de buscar en el alcohol un recurso para llorar nuestras desdichas reales o imaginarias.
En cuanto a Quito, también es una mescolanza que en su conjunto resulta original, y tal es su encanto. Español en su traza inicial y en su vieja arquitectura (de la cual solo ha sobrevivido la religiosa, pues la civil careció de toda protección), nunca pudo extirpar los rezagos de lo indio y se hizo maravillosamente cholo; pero después se afrancesó con el art noveau, y más tarde se agringó, pero es todo eso a su manera, y con propia gracia inconfundible. Nuestra peor flaqueza es no reconocerlo.
* Escritor, catedrático