Una joven iraní muestra el retrato del fundador de la República Islámica de Irán, el ayatola Ruhollah Khomeini, durante las celebraciones de la Revolución en el 2015. Foto: Archivo / AFP
Irán es el heredero de una rica y prolongada historia, que se remonta 3 500 años atrás, por lo menos. Cuna del que sería conocido como el Imperio Aqueménida, se expandió allá por el siglo V a.C. por toda la Mesopotamia, Anatolia, la Costa del Mediterráneo Oriental y Egipto, hacia el Oeste. Hacia el Noreste conquista Bactria y Sogdiana, en los actuales Afganistán, Turkmenistán y Uzbekistán y hacia el Este, partes de Paquistán e India. Crea una gran religión, el Zoroastrismo, que sobrevive hasta hoy, en pequeñas comunidades.
Pese a su derrota ante Alejandro Magno, con diversos nombres, Irán subsistirá, con variables grados de éxito, hasta nuestros días. De particular importancia será la conquista islámica del siglo VI, cuando adopta la forma Shiita del Islam. Tras un largo período de decadencia del Imperio Persa, en el siglo XX, Irán se vuelca hacia varios factores que fortalecen su identidad; a) islamismo shiita, b) idioma farsi, c) memoria cultural e histórica persa.
En torno a estos, tanto la dinastía Pahlaví como la República Islámica estructuraron un modelo político marcadamente autoritario. La República Islámica, que se declara tal en abril de 1979, se convierte, tanto por el liderazgo inicial del ayatola Khomeini, cuanto por la posterior creación del cargo de Vali-e Faqih (el decano de los grandes ayatolas), en un estado teocrático, donde a una figura que no proviene de una elección popular se le atribuye, desde la Constitución, la autoridad política suprema como guardián de la religión.
La génesis de la revolución iraní de 1979 constituye el punto final a la política de secularización y separación entre religión y Estado, emprendida por el sha Pahlaví y la adopción de un modelo estatal subordinado a la religión y a la ley religiosa (Sharia), a ser interpretada exclusivamente por clérigos.
Es ilustrativo constatar que el proyecto modernizador y occidentalizador emprendido por el Sha, siguiendo las líneas de lo que Mustafá Kemal Atatürk había llevado a cabo en Turquía, haya fracasado en ambos países. Dos de los Estados más importantes del mundo islámico, uno sunita y otro shiita, están hoy regidos por la ley sharia. Si a esto agregamos una muy similar condición en el reino de Arabia Saudita, veremos una clara tendencia hacia la aceptación de la subordinación del Estado a la religión y la casi imposibilidad de separarlos.
El Gobierno del Sha, si bien significó un importante progreso material para el país, también incurrió en altos niveles de corrupción, y en una represión sistemática de sus opositores, tanto en la izquierda política como entre los estamentos religiosos conservadores. El descontento de la sociedad iraní, cada vez más intenso desde 1978, hasta su abdicación, fue capitalizado por el ayatola Ruhollah Khomeini, exiliado en Francia por su oposición al Sha; en enero de 1979 regresa a Irán y es recibido apoteósicamente.
Cataliza en torno suyo a las diversas y hasta antagónicas fuerzas de la oposición. Como es obvio, su base esencial de apoyo será la estructura religiosa, pero aprovechará a las organizaciones de la izquierda local, opuesta al Sha por su represión y subordinación a Estados Unidos e Inglaterra. También sectores medios de la población -no beneficiados por la expansión económica, de tendencia conservadora y tradicional- veían con buenos ojos a Khomeini. Más adelante, los grupos de izquierda serán liquidados y los conservadores se alinearán con el proyecto teocrático.
En Occidente, la toma de la Embajada de Estados Unidos en Teherán en noviembre de ese año se convirtió en la imagen más emblemática de la revolución islámica. En buena medida, sobre todo para Estados Unidos este hecho se volvió prácticamente el único punto focal para evaluar su relación con Irán hacia el futuro. El evento, traumático como fue, lo aprovechó Khomeini a la perfección para unificar a las diversas facciones, mientras completaba su toma de control de todos los resortes del poder.
Este episodio, que concluyó casi un año y medio más tarde, con la liberación de los rehenes el mismo día en que Ronald Reagan se posesionaba como presidente de Estados Unidos, no habría sido suficiente para mantener esa unidad. Otro evento mucho más violento y trágico sería necesario para apuntalar la teocracia. Fue la guerra que, iniciada por el ataque iraquí en septiembre de 1980, envolvió a ambos países durante ocho años.
La apuesta de Saddam Hussein por una rápida victoria, dado el grado de desorden y desmoralización del Ejército iraní tras las severas purgas sufridas a manos del nuevo régimen, no se materializó por el espíritu de lucha que el Gobierno iraní logró imbuir a su población, apelando al nacionalismo y a la fe. A un muy elevado costo en vidas, logró detener la ofensiva iraquí y poner a Iraq a la defensiva. Se estima que Irán sufrió más de un millón de muertos, e Iraq la mitad, incurriendo, entre los dos, en gastos de USD 1 200 millones de dólares.
En perspectiva, este conflicto se ha revelado como una victoria iraní. La mayoría shiita en Iraq, que se hallaba subyugada por Saddam Hussein, detenta hoy el Gobierno en ese país. El apoyo iraní al Gobierno sirio en la sangrienta guerra civil, de la cual emerge, más que vencedor, superviviente, el dictador Bashar al-Asad, consagra la primacía de los shiitas alauitas en Siria.
Asimismo, el crecimiento militar y político en Líbano del movimiento Hezbolá, también shiita, equipado, instruido y financiado por Irán, al punto de haber obtenido un significativo triunfo electoral en las últimas elecciones parlamentarias del Líbano, marca claramente una franja preponderantemente shiita, que se extiende hoy desde Irán hasta el Mediterráneo.
El aislamiento y las sanciones que se le impusieron a la república islámica, así como el alineamiento de gran parte de las principales potencias con Iraq durante el conflicto, determinaron que Irán buscara desarrollar capacidades propias para producir equipos militares, desde armas ligeras hasta misiles de mediano alcance, así como una capacidad nuclear que podría llegar a producir armas atómicas. El acuerdo nuclear que alcanzaron Irán y seis potencias en el 2015, debía prevenir esta posibilidad, pero la administración Trump resolvió unilateralmente denunciar el Tratado. Esta decisión es muy grave para los sectores moderados.
Ya en el pasado, medidas miopes que impactaron negativamente en políticas moderadas propuestas por Irán, dieron lugar al triunfo de los extremistas y fundamentalistas como Ahmadineyad. No comprender que Irán es un actor de primera magnitud en el Oriente Medio es un gravísimo error de perspectiva política internacional. Ojalá se lo pueda superar pronto, contribuyendo a una gradual limitación del poder clerical, pues únicamente desde dentro de la sociedad iraní será posible ese cambio.
*Analista internacional