El Nobel sudafricano J.M. Coetzee habló sobre censura durante 50 minutos. Foto: Enrique Pesantes/EL COMERCIO
J.M. Coetzee es un hombre tan distante como brillante. Un hombre que -utilizando su lucidez y su imaginación- decidió dejar de condenar a los censores de su obra literaria para tratar de entenderlos (que no es lo mismo que justificarlos), de hacer una radiografía de sus vidas y del misterio de sus motivos y sus emociones.
De ese misterio doloroso, y abominable para la condición humana libre, llamado censura habló el Nobel sudafricano la noche del miércoles 7 de septiembre en una charla magistral en la Feria Internacional del Libro de Guayaquil.
La descripción minuciosa del funcionamiento del sistema de censura en Sudáfrica que hace Coetzee en su ponencia está contextualizada en la transición estatal de la fase utópica a la fase de la real politik, entre las décadas de los 70 y 80 del siglo XX. El arma utilizada en ambas fases fue la censura.
Al inicio de su charla, el escritor da cuenta de cómo por años la censura fue parte del paisaje, es decir de la vida, en Sudáfrica. El arte, por ejemplo, se hacía con la conciencia de la censura. “Incluso si uno quería escribir como si no hubiera censura no había manera de hacerlo”.
Él que aunque escribía bajo la onmipresencia del censor igualmente escribió lo que quiso, y, sin embargo, no era censurado. Es imposible leer ‘Esperando a los bárbaros’ y no hacer la analogía de rigor con Sudáfrica. Sus censores, al parecer, no la hicieron.
Y cuando hacían sus informes aseguraban que era literatura críptica, accesible a unos pocos literatos; en fin, inofensiva para el orden y la moral nacional.
Solo años después del fin del apartheid, con la desclasificación de documentos, Coetzee conoció, en parte, lo que había ocurrido; el resto lo supone.
Algunos de sus censores eran intelectuales y académicos de su círculo, gente culta y agradable que estaba haciendo el trabajo sucio. Un trabajo, que como luego comprendería, tras darle seguramente muchas vueltas, aceptaron creyendo que debía hacerse.
¿Por qué?, se pregunta el autor. Y responde: Porque se ven a sí mismos, y también lo veían a él (blanco, clase media intelectual), como miembros de la República Literaria sudafricana.
Por eso estuvieron dispuestos a ser censores, en lugar de dejar que funcionarios con motivaciones políticas e ignorantes lo hicieran por ellos. Debían proteger la literatura.
Sus censores no eran, descubrió al conocer con nombre y apellido a cada uno, la caricatura que se suele hacer de este personaje que en la ficción no puede ser más que un hombre gris (casi siempre se le atribuye ese género), de ceño fruncido, un burócrata de pocas luces.
Es su ponencia contra la censura, al humanizarlos, al mostrar que eran personas con las que había compartido conversaciones y comidas, su figura se vuelve aún más inquietante.
El censor no es un malo de manual, es una persona normal, alguien de quien uno pudiera (quisiera) ser amigo. Podríamos ser nosotros mismos.
De alguna manera, él mismo era su censor. Porque en regímenes donde la censura -de cualquier tipo- es una amenaza, todos somos nuestros propios censores, como deja claro el autor sudafricano que lo vivió en carne propia.
“Lo que encuentro intolerable de vivir bajo un régimen que censura no es que lo que escribo pueda ser censurado, sino que es imposible ignorar al censor y, por lo tanto, es imposible escribir normalmente, en libertad. El censor está siempre presente. Uno lee lo que ha escrito dos veces: la primera para uno mismo, y la segunda para la mirada del censor”.
Para Coetzee -y es imposible negarle razón-, la censura está más viva que nunca, porque el mundo (es decir cada uno de nosotros) está poseído por una mentalidad que lo filtra todo desde la mirada del censor.