Beevor señala que la historia no tiene que ser abordada desde la ciencia. Foto: Wikicommons.
Sobrevivientes, sobrevivientes, sobrevivientes. Menciona esas almas anónimas y amputadas que lidian con las heridas del pasado. Víctimas, pero no fatales, son sus alaridos y murmullos los que pueden reconstruir la agonía de tantos, describir el rostro del verdugo y clamarle revancha al tribunal de los días. Con razón -o sin ella-, con verdad -o sin ella-, con poder -o sin él, porque eso de que la historia la escriben los ganadores es una frase hecha-, son los testigos del dolor quienes se convierten en narradores.
Un año después del final de la Segunda Guerra Mundial, nacía en Gran Bretaña Antony Beevor, el autor e investigador que más ha estudiado este conflicto y quien comprendió algo no tan obvio: que la Historia y la historia son mucho más que aliadas y que a pesar de la mayúscula y la minúscula que las nombra y distingue, no existe entre ellas jerarquía alguna.
La infancia de Beevor transcurrió en una Londres con cicatrices de bombardeos, ecos de conversaciones de adultos sobre tiempos de temor e incertidumbre y una economía donde el racionamiento de bienes era la moneda común de una nación que buscaba erigirse, regresar nuevamente por la senda de una potencia mundial. Otras muletas, tangibles, sostenían al niño, quien libraba en esa paz precaria su propia batalla para liberar a su cuerpo de la enfermedad de Perthes, que atacaba a su cadera.
La conquista épica de este autor bestseller (ha vendido más de 6 millones de libros en todo el mundo) consiste en haber logrado gobernar esa dolencia y ahuyentar a ese invasor para dedicarle su vida a una tarea que exige horas eternas en una posición incómoda, inclinado ante archivos y documentos, y sentado frente a su computadora. Cadera proviene del latín ‘cathedra’, que significa silla. Si hay un sitio donde la ironía no tiene refugio es en la ciencia, el reino de lo literal y lo exacto, y a ella escapa en su abordaje: “La historia jamás debe ser abordada desde la ciencia”, sentencia Beevor, quien crea crónicas humanas, demasiado humanas, donde conviven lo bestial con las miserias mortales.
Beevor, quien cosechó lectores fieles en todo el planeta, no es ajeno a polémicas y muchas veces es su propia persona un blanco que debe eludir disparos desde múltiples flancos. Así, por ejemplo, a pocos metros de la emblemática Puerta de Alcalá, en Madrid, relata el escándalo que ocurrió cuando presentó su último trabajo sobre la Guerra Civil española en los Estados Unidos, una situación en la cual quedó en medio de una balacera verbal. El libro aporta un hallazgo interesante para la abultada bibliografía que existe sobre tema, un a información que Beevor obtuvo a partir del acceso que logró a archivos soviéticos militares:
Según estas fuentes, si la República ganaba, intentarían que los comunistas avanzaran para convertirla en un satélite del comunismo. Es un material que le da argumentos a la derecha, decían algunos líderes. Pero no veo por qué debería suprimirlo de mi estudio. Siempre se enfatiza la crueldad de los nacionalistas y siempre ha habido un intento de ver la República como algo inmaculado, y, por eso, hay un rechazo a la hora de hacerle críticas. En esta cuestión aparece algo muy interesante ya que han sido los perdedores quienes han escrito la historia.
La guerra, un sustantivo que se convierte en una masa compacta con la miopía que otorga el tiempo, es una imbricada red de batallas, frentes y trincheras, de avances y retrocesos, de tácticas y estrategias, y el accionar del cuerpo más dañino y vertical que haya creado el hombre: el ejército. Políglota, el británico comprende bien el alemán, que utilizó para reconstruir los días finales de Hitler, en Berlín; el francés, al que acudió para El Día D; el castellano, herencia del estudio que surgió con otra exploración, en La Guerra Civil española; y también lee cirílico, al que acudió para realizar la investigación que le dio forma a su exitosísimo Stalingrado.
Estos dos últimos libros se reeditan y llegarán en agosto a las librerías argentinas, pero un mes antes desembarca La última apuesta de Hitler: Ardenas, 1944 (Crítica, 2015). Esta operación, la más sangrienta de la Segunda Guerra Mundial, fue el intento desesperado del Führer por recobrar posiciones, a pesar de que sus planes de expandir el Reich se evaporaban. La idea de este “error garrafal”, como lo define Beevor, surgió mientras Hitler se recuperaba de una enfermedad, convaleciente en la cama, y en uno de esos estados febriles, donde la fantasía se amalgama con la realidad, decidió su próximo ataque. “Los alemanes no esperaban que los aliados tuviesen una reacción tan rápida. Hitler apelaba al shock psicológico, y muchos aliados se escaparon, pero otros fueron muy valientes y defendieron a los civiles, que no habían abandonado su hogar.”
Las Ardenas, situado en los gélidos bosques belgas, es el equivalente en el frente occidental de la operación Stalingrado, en el oriental. El resultado de esta masacre, durante la cual se regresó a las primitivas luchas cuerpo a cuerpo, dejó un saldo de 160 000 bajas. Beevor, de formación militar, retrata a modo de cuadro de costumbres a los distintos cuerpos y divisiones del ejército, sin descuidar a los civiles ni a los sobrevivientes. Su mirada, como la lente de una cámara, se acerca, enfoca determinado aspecto de los hechos y luego retrocede, para volver a pintar una perspectiva panorámica de ese juego de poder y ambición:
Tras el baño de sangre que supuso la Primera Guerra Mundial, los altos mandos de los ejércitos de las democracias occidentales fueron objeto de una presión enorme en sus propios países para que redujeran el número de bajas, de modo que recurrieron al uso masivo de bombas y proyectiles de artillería. Resultado de todo ello fue que se produjo un número mucho más elevado de muertes de civiles.
En su libro aparecen varias veces Ernest Hemingway y J. D. Salinger, ambos con experiencias muy distintas en la guerra, el primero, con más privilegios en un París que, parafraseándolo, era realmente una fiesta; el segundo, con las privaciones y el temor propios de un soldado.
Siempre, cuando hay reclutamiento masivo en la guerra, es claro que entre esos jóvenes, habrá luego escritores. También estaban Kurt Vonnegut y el poeta norteamericano Louis Simpson.
Hemingway sí podía hacer lo que quería. Estaba en una posición privilegiada, viviendo con los ricos, sin tener que ir al frente de combate. Salinger, en cambio, era un sargento, pero no estaba en la primera línea, en el frente.
Menciona que Salinger ya había comenzado a escribir El cazador oculto. Partiendo de su pasado en la guerra y de las escenas que usted describe, el lector de Salinger comprende por qué luego se recluyó.
Sí, porque tuvo ese colapso nervioso. Uno de los aspectos más importantes para entender la realidad de la guerra es comprender ese costado psicológico. Hay un gran artículo de Sebastian Junger sobre el trastorno por estrés postraumático, donde explica que éste no ocurría durante la guerra, sino cuando las tropas volvían a sus casas, cuando no están más en grupos ni en el ejército, sino rodeados de civiles que no entienden la guerra.
Y sobre trastornos, aparece también una figura relevante y clave, un héroe de guerra, el británico Bernard Law Montgomery. Usted insinúa algo polémico, ya que es un héroe nacional, y es que habría tenido el síndrome de Asperger. ¿Cómo arriba a este diagnóstico?
Digo que es una posibilidad, porque, claro, uno no dispone de medios ni puede analizar a alguien que está muerto. Mi hipótesis tiene que ver con su comportamiento, que estaba muy alineado con esa condición particular. Muchas personas me manifestaron que a partir de ese diagnóstico sí se pueden explicar muchas de sus reacciones.
Pude hablar con su nieto y me dijo que era absolutamente posible, porque se acordaba de él. Nada saca tanto a relucir lo peor de las personas como las situaciones de poder. Hubo generales que eran anónimos antes de la guerra pero con ella se convirtieron en una especie de artistas de cine.
Usted recalca el vínculo del ejército con los medios de comunicación.
Sí, en los noticieros no se podía mostrar ni escribir nada sobre el frente, pero lo que sí se podía hacer era mostrar a los comandantes, quienes pensaban que el liderazgo era carisma y se volvieron completamente obsesionados con su imagen personal, como Douglas MacArthur, en el Pacífico; Montgomery, que amaba a los periodistas; y también el norteamericano Robert McClure, obstinado en recuperar Roma. Tenía un equipo de relaciones públicas integrado por cincuenta personas, que además se encargaban de que los fotógrafos tomaran su mejor perfil. Decía que tenía un perfil romano. Algunos de sus soldados lo llamaban Marco Aurelio Mc Clure.
Y sobre el poder de los medios y la manipulación, describe una radio, donde los nazis creaban programas falsos, al estilo de Orson Wells y su lectura de La guerra de los mundos, en la misma onda que la BBC. Allí inventaban todo tipo de acciones y planes de los aliados.
Sí, hay que admitirlo. Los alemanes tenían una brillante propaganda. Muchos alemanes se convencieron de que eso era cierto.
Otro aspecto que destaca es la crueldad del ejército nazi, no sólo hacia el exterior, sino en su propio seno. ¿Cómo entonces conservaban sus soldados ese espíritu tan fuerte de unión?
Ésa es una de las grandes preguntas: ¿en qué grado era algo obligatorio y en qué grado era algo genuino lo que los mantenía en el ejército? También es cierto que muchos soldados alemanes no querían pelear. En Normandía, los británicos y americanos advirtieron eso, que muchos querían desertar y que habían sido reclutados en contra de su voluntad. Hay casos también en la Waffen-SS.
Como es el caso de Günter Grass
Sí, por ejemplo. En Alsacia, un alemán que no quería pelear más se intentó camuflar con los refugiados. Lo descubrieron y el comandante ordenó que lo mataran a golpes, para que sirviera como ejemplo para educar a las demás tropas. Tras el desembarco en Normandía, los psiquiatras norteamericanos y británicos, por separado, llegaron a la misma conclusión: sus tropas eran más propensas a sufrir un shock en las batallas, porque los alemanes habían sufrido ya suficiente con los bombardeos y la gran artillería de los aliados. En el ejército alemán había un grado menor de crisis emocionales porque Hitler contaba con una poderosa propaganda y había iniciado un proceso de militarización de la sociedad en 1933. En cambio, la mayoría de los soldados norteamericanos y británicos nunca había peleado antes.
Señala que quienes aparecen por primera vez en la historia norteamericana y en el frente son los soldados negros.
Sí, era la primera vez que se veían tropas negras allí, y hay que agregar que pelearon de modo muy efectivo. Fue el primer paso para la integración total de las tropas en el ejército norteamericano y, detrás de esta acción, había un plan a largo plazo: si se podía integrar a los soldados negros en el ejército, luego se podría integrar esta población en la sociedad.
Otro aspecto que usted destaca es el hecho de que los aliados no eran en realidad tan aliados.
-Por un lado, había grandes diferencias culturales, incluso entre los distintos rangos de los británicos. Por otro lado, luego de la liberación de París, los norteamericanos fueron muy arrogantes. Los franceses se sentían humillados por ellos y además, las mujeres francesas preferían a los norteamericanos. Esto generó una gran tensión entre ambos grupos, porque antes la relación franconorteamericana había sido muy buena.
¿Por qué regresa siempre a la Segunda Guerra Mundial?
Es un tema apasionante, pero además, siento que se puede hacer un buen trabajo, ya que hay archivos y material disponible. No sé cómo será la historia en el futuro, pero no me interesa escribir sobre conflictos más cercanos en el tiempo, ya que hoy los periodistas y los medios, y no los historiadores, cuentan los hechos que van ocurriendo a medida que suceden.
Un relato con tensión
No sólo sobre el papel sino también en el relato oral, Beevor sabe cómo construir tensión para cautivar a su destinatario. Si bien sus lectores u oyentes conocen el desenlace de los hechos, lo que les aporta a sus textos son páginas, casi escenas de un guión, donde reconstruye emociones y donde apela a causas y consecuencias psicológicas de quienes estuvieron allí. A su vez, a pesar de ser un historiador con una preocupación por abordar la lógica militar, jamás descuida en su relato a los sobrevivientes y a los anónimos, cualquiera sea su situación, aquellos con cuyo testimonio se pueden reconstruir los rompecabezas de escenarios complejos: “La historia en general descuida a la población civil“, asegura. Así, por ejemplo, cuenta qué ocurría en Berlín durante la guerra:
Había poco vidrio disponible para la reparación de ventanas que, cuando sonaban las sirenas, la gente no dudaba en abrir de par en par con la esperanza de que la onda expansiva de las bombas no acabara rompiendo los paneles de cristal que seguían intactos.
El estilo de Beevor no es lineal ni meramente cronológico. Juega con las figuras retóricas de la humanidad, derrumba mitos y construye un relato polifónico de los hechos: recoge, por ejemplo, el testimonio de un jerarca nazi:
Es la ironía más grande de la historia del mundo y al mismo tiempo su capítulo más triste que la flor y nata de nuestros hombres sea aniquilada por la aviación y por los numerosísimos carros de combate de un ejército que no tiene verdaderos soldados y que realmente no quiere luchar.
No se puede tildar a Beevor de oportunista ante el lanzamiento mundial de este libro en un año signado por innumerables homenajes con el 70° aniversario de la victoria de los aliados sobre la Alemania nazi. Aunque no se cumpliese una fecha redonda, las noticias y descubrimientos sobre esta guerra atroz y sus consecuencias siguen apareciendo. El historiador también trabaja en su próximo libro, sobre la Operación Market Garden de 1944, en Holanda, donde se desplegó un inaudito ataque con paracaidistas.Beevor traslada todo su pensamiento a los bosques de las Ardenas en Bélgica y luego a otro sitio de este país, mucho más conocido.
El historiador debe regresar a Gran Bretaña para participar en los festejos de la conmemoración de los 150 años de la batalla de Waterloo, asistirá junto al duque de Wellington y al príncipe de Gales a una misa en la catedral de Saint Paul y luego a un selecto banquete donde beberán vino de aquella fecha en la que Napoleón fue derrotado para siempre en suelo belga.
Menciona Waterloo, ¿qué similitudes existen entre Hitler y Napoleón?
Se suele hacer la siguiente pregunta: ¿era Napoleón un Hitler sin los campos de concentración? No, pero sí se puede ver cómo Napoleón influyó sobre los dictadores que vinieron después, en términos de imaginería y de algunos elementos de control del Estado. Hay similitudes entre ambos porque Napoleón conquistó Italia como modo de evitar la bancarrota en Francia, y eso es lo que hizo Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Alemania estaba a punto del desastre financiero. Se invadía para tomar las reservas y claro, la comida, para que los alemanes vivieran mejor.
Recién hablaba de patologías. ¿Qué o quién era Hitler? ¿Estaba loco? ¿Y Stalin?
Ésa es una de las grandes preguntas hasta el día de hoy. ¿Los criminales son víctimas de su propio ADN o son criminales porque son víctimas de su educación? Hoy, en el siglo XXI, estamos viviendo en una sociedad que cada vez juzga menos a los demás, pero aún nadie justifica a Hitler. Una vez, un distinguido psiquiatra británico, obsesionado con este tema, me dijo que, a pesar de que no se puede analizar a alguien que está muerto, Stalin era un paranoico esquizofrénico. Pero de Hitler sólo podía decir que tenía un desorden de personalidad. Uno de los oficiales que era coronel cuando estuvo en el búnker, aseguró que Hitler tenía una identificación hipertrófica con Alemania, que él se sentía Alemania y que si él iba a morir, Alemania debía morir.
Alemania perdió dos guerras mundiales con una diferencia de pocos años, quedó en bancarrota, y setenta años después vuelve a ser una potencia económica. ¿Cómo explica este espíritu para levantarse y reiniciar de modo exitoso su sistema?
-Sin lugar a dudas, hay una impresionante determinación de los alemanes. Neil MacGregor, hoy director del British Museum, escribió un importante libro a cuya presentación asistieron Angela Merkel y David Cameron. En él argumenta que los alemanes conservan desde la Edad Media esa obsesión, que parte de los sindicatos de comercio, por ofrecer la mejor calidad de trabajo. Ocurre en distintas ciudades, no sólo en Berlín. Y además tiene que ver con la fuerte identidad alemana, a partir de la traducción de la Biblia que realizó Martin Lutero. Eso le empezó a dar un cierto sentido de unidad al pueblo. Alemania siempre tuvo esa conciencia de que su debilidad en el pasado se había debido a la falta de unidad. Lo interesante es la información que arrojan los reportes norteamericanos sobre los alemanes en la Segunda Guerra Mundial. Estas tropas no se quejaban, mientras que, por ejemplo, los franceses sí y clamaban que necesitaban más prisioneros alemanes de guerra para trabajar en las minas. Charles De Gaulle realizaba una marcha de la victoria tras otra, con cada batalla. Esto irritaba a los británicos y norteamericanos, porque usaban sus tanques y aviones, además de su gasolina y petróleo.
¿Cómo imagina que serán las próximas guerras?
El gran peligro de la Segunda Guerra Mundial -y quizá suene hipócrita de mi parte, ya que soy británico- es el punto de referencia dominante, tanto británico como norteamericano. Los líderes evocan a Churchill o a Eisenhower… George Bush comparó el 11 de Septiembre con Pearl Harbour; Tony Blair comparó a Sadam Husein con Hitler. Ése es un análisis erróneo. El armamento cambió y también el orden mundial, afortunadamente. Hoy no vemos el mundo partido en dos, entre Moscú y Berlín, entre fascismo y comunismo. Otras cosas cambiaron para peor. Por ejemplo, el gran error de los norteamericanos fue creer que si obtenían una gran victoria militar, como ocurrió en Irak, se repetiría el escenario de 1945, con los alemanes y japoneses rindiéndose para siempre. Eso no pasó.
¿Qué opina de la acción y surgimiento del Estado Islámico? ¿Le preocupa este avance?
Sí. De todos modos, esto que estamos viendo hoy es lo mismo que habían hecho, en la década del veinte en Egipto, los Hermanos Musulmanes. No es nuevo. Es decir, cuando falla el Estado central, cuando no puede proveer seguridad y otros aspectos básicos a su sociedad, como planes para brindar electricidad, aparecen estos grupos y crean una sociedad militar que les brinda a los civiles aquello que el gobierno no les puede dar. Pasa también, en otro orden, con las iglesias en África.
En busca de contradicciones
Beevor relata una historia que conoce como testigo omnisciente: la propia. “Tenía un complejo de inferioridad por mi problema físico, pero me sumé al ejército de todos modos y la pasaba genial con el regimiento, aunque tenía un trabajo muy aburrido en el norte de Gales. Fue entonces cuando decidí que quería ser escritor”. Caballero de la Orden de las Artes y las Letras que otorga el gobierno francés y Caballero de la Sociedad Real de Literatura del Reino Unido, Beevor no posee una formación académica, pero sí ha tenido dos escuelas clave. La primera de ella, familiar.
Beevor es nieto de Lina Wakefield e hijo de Carinthia Beevor, ambas escritoras. En el presente no es el único intelectual en su casa. Su mujer, Artemis Cooper, es también autora y biógrafa, y juntos trabajaron en un libro sobre la liberación de París que llevaron a cabo los aliados. La segunda escuela es la de los editores, una casta de seres muy particulares, a quienes frecuenta desde que abandonó el ejército y de quienes asegura haber aprendido más en las largas reuniones que si hubiese tenido una formación universitaria.
Pudoroso, antes de lanzarse a la reconstrucción histórica, buceó en la ficción, y de aquellos años aparecen cuatro relatos, a los que se refiere de modo pudoroso: “Escribí novelas, thriller políticos, sólo para aprender y practicar cómo se escribe”.
¿Cuenta con un equipo de colaboradores para realizar su trabajo?
¿Equipo? [risas]. No. Estoy solo en esto, pero, claro, cuando me metí en los archivos militares rusos, si bien había aprendido ruso para descifrarlo, necesité a una traductora. Necesitaba a alguien muy inteligente, que no fuese historiadora. Un amigo me recomendó a Luba Vinogradova, que tiene formación como bióloga. Ella entendió de inmediato lo que buscaba. Y también recurrí a una colaboradora que me ayudó a entrevistar de modo brillante a las alemanas que habían sido víctimas de violaciones. Me sentaba en el fondo y escuchaba esos testimonios.
¿Violadas por las tropas aliadas o por?
No, por los rusos. Entiendo hacia dónde va su pregunta…
En efecto, a su polémica con Miriam Gerhardt. Ella publicó este año un estudio sobre los excesos y las violaciones masivas cometidas por los aliados contra las mujeres alemanas tras la caída de Berlín. Asegura que hubo más de 190 mil víctimas.
-Gerhardt se enojó conmigo porque me preguntaron qué pensaba de su libro. Me parece que su metodología fue malísima. Ella calculó el número de violaciones perpetuadas por soldados norteamericanos sobre la base de que cada hijo ilegítimo había sido el resultado de relaciones con norteamericanos. Fue muy poco científico. Ella me escribió de modo furioso, pero sin explicarme de dónde sacó ese número. Éste es uno de los peligros cuando aparece un outsider, alguien que no es militar, en este caso, que escribe y busca imponer una ideología en un tema que no entiende.
¿Qué comprende un historiador militar?
Cómo se comportaban los soldados. No significa que uno tenga que estar en la milicia para escribir sobre eso. Tampoco que tenga que estar de acuerdo, pero sí entender por qué actuaban de esa manera. Ha habido grandes historiadoras militares.
¿Parte de una hipótesis para escribir?
Lo interesante, cuando se busca en los archivos, es encontrar contradicciones. Cuando se parte de una tesis, y ése es el acercamiento alemán, se incurre en una corrupción total en términos históricos, porque no se está encontrando nada nuevo. En cambio, la tradición británica que viene del siglo XVIII, con Edward Gibbon, es escribir historia narrativa y no ciencia. Eso es basura. El deber del historiador es comprender y transmitir el entendimiento a otro. Hay que dejarle los juicios morales al lector.
Ni científico ni predicador. La historia y la Historia, según Beevor, están hechas por hombres falibles, ambiciosos pero también con piedad. No hay ni delantales blancos ni dioses.
Estos relatos no se escriben en un laboratorio ni en un púlpito. Descarnadas, descriptivas y poderosamente visuales, las crónicas de Beevor develan el modo en que una persona se aferra a su sillón, a su idea y a su vida con el único objetivo de que su imagen, su pensamiento o su cuerpo sobrevivan. Como él mismo define: “Escribo solo y enteramente para mí. Esto debería poder aplicarse tanto a un novelista como a un historiador. Sólo así puede hacerse un libro honesto.”