Evita fue la fundadora del Partido Peronista Femenino y logró que la mujer votara por primera vez, en 1951. Foto: Archivo / EL COMERCIO
En el cementerio de Recoleta, en Buenos Aires, reposan los restos de las familias aristocráticas de Argentina. Grandes y hermosos mausoleos son un atractivo turístico. Pero en uno de sus callejones, ante una modesta bóveda, algunas personas, fundamentalmente mayores, rezan. La imagen en sí no es insólita. Es lo que suelen hacer los deudos con sus familiares fallecidos. Quizá la diferencia es que a quien o por quien rezan no es pariente, sino a quien se conoció como ‘La Jefa espiritual de la Nación’: Eva Duarte de Perón.
Hace poco, Argentina recordó el centenario de su nacimiento. Era la “hija ilegítima” de Juan Duarte y Juana Ibarguren. Nació en Los Toldos, un pueblito empobrecido en medio de la nada de la provincia de Buenos Aires, el 7 de mayo de 1919. Luego partió a Junín con su madre y hermanos -todos ellos producto de la relación con Duarte, quien tenía su “familia oficial”. Y luego, ella llegó a Buenos Aires con el sueño de convertirse en una estrella del espectáculo.
Para la década de los 40, ya era reconocida y tenía contratos permanentes que le habían permitido salir de una pobreza que en su infancia la obligó a recibir caridad de la Sociedad de Beneficencia. Dejó de rodar de pensión en pensión y se compró un departamento en el aristocrático barrio Recoleta. Era, si se quiere, la revancha de una pobre e ilegítima mujer de pueblo.
Ya había tenido su primer y -a la postre, único- papel protagónico en una película, ‘La Pródiga’ (1945), cuando era novia de Juan Domingo Perón, quien entonces era vicepresidente, ministro de Guerra y secretario de Trabajo y Previsión. Se conocieron un año antes, en el Luna Park, en un festival solidario para las víctimas del terremoto en la provincia de San Juan.
Perón se erigía como líder de los trabajadores por una serie de reivindicaciones y leyes laborales que los beneficiaban. Con ello ganó un capital político que la izquierda habría querido tener: los obreros. Los poderes económicos y la clase media, sobre todo la de la capital, comenzaron a asustarse. Iban creciendo, según el escritor Miguel Cané, aquellos “guarangos (vulgares) democráticos” y había que defender “a las mujeres contra la invasión tosca del mundo heterogéneo, cosmopolita, híbrido, que es hoy la base de nuestro país (…) Pero honor y respeto a los restos puros de nuestro grupo patrio; cada día los argentinos somos menos”.
Unas 200 000 personas se movilizaron en contra de Perón. Comenzaba así el antiperonismo antes que el propio peronismo. Perón renunció, pero fue detenido el 12 de octubre de 1945 y llevado a la isla de Martín García. Y es en este momento cuando la historia, para Evita y la Argentina, cambió para siempre.
Evita fue la fundadora del Partido Peronista Femenino y logró que la mujer votara por primera vez, en 1951. Foto: wikipedia
Ella, con algún dirigente sindical, convocó y lideró la gran movilización popular que se dirigió a la Plaza de Mayo para que liberaran a Perón. Llegaban de todas partes del Gran Buenos Aires. Iban saliendo de sus casas, se juntaban en las calles, se treparon colectivamente a los rastrojeros, algunos iban con un bombo, que se convertirá en uno de los símbolos peronistas. El 17 de octubre de 1945 fue liberado y aclamado por al menos un millón de personas en la plaza. Y desde entonces, cada 17 de octubre se celebra el Día de la Lealtad Peronista.
Al poco tiempo se casaron y, al año siguiente, Perón ganaba las elecciones. Y Evita comenzaba su incursión política y se convirtió, desde la Fundación Eva Perón, en la abanderada de los humildes. Los peronistas pueden criticar a Perón (“el viejo era un flor de turro”, decían algunos), pero no a Evita. Ella es incuestionable. Es la santa Evita, la capitana, la jefa espiritual de la Nación y para quien recientemente pidieron al Vaticano la canonización.
Fue amada y odiada con pasión. En las paredes de Buenos Aires se leían pintadas que decían: “Viva el cáncer”, que fue lo que la mató el 26 de julio de 1952. Ella también odiaba, sobre todo a la oligarquía (“yo fui la única que me di el gusto de insultarlos de frente”, dijo alguna vez) y a los militares, algo irónico porque Perón era esencialmente militar. Él pidió, a su retorno en 1973, al cabo de 17 años de exilio, que lo reincorporaran al Ejército y que lo ascendieran a teniente general.
La obra de Evita fue visible en los sectores empobrecidos y de los trabajadores. Se le critica su clientelismo y, sobre todo, su autoritarismo, pero también impulsó la salud y la educación. Llegó a todos los sectores. Fue la interlocutora directa entre Perón y la Confederación General del Trabajo (CGT), adonde iba todos los días para hablar con los “muchachos”, sus “queridos descamisados”.
La figura de Eva Perón es compleja de entender, así como lo es todo el peronismo. Pero quizá haya dos aspectos de su historia personal que es necesario atender. Uno es su condición de hija natural; el otro, el hecho de ser mujer.
En su monumental obra de 1 600 páginas, ‘Peronismo, filosofía política de una persistencia argentina’, el filósofo José Pablo Feinmann hace una larga interpretación de la condición de “bastarda”, que sería su gran motor en la política. “El bastardo -dice Feinmann- no tiene nada atrás. Es la antítesis del hombre de bien, del señor burgués (…) Esos tienen padres y abuelos (…) El bastardo no tiene nada. Ni padres tiene. Al no tener nada, él no es nada. Tiene que inventarse”. Pero en ese hacerse siempre será un errante. Evita erró de Los Toldos, a Junín, a Buenos Aires. Se tuvo que casar con Perón para “ser”. Y actuar intensamente en política, incluso enferma de cáncer, para ser “ella y el pueblo”. O, como dice Juan José Sebrelli, otro filósofo argentino, en ‘Eva Perón, aventurera o militante’ -citado por Feinmann- “la desclasada, la desarraigada, también encontraba por primera vez una clase de la cual hacerse solidaria”.
Sufrió como mujer. Ni militares ni católicos y ni siquiera su marido querían que ella fuera candidata a la Vicepresidencia para las elecciones de 1951, como pedía la CGT. Esa presión y el cáncer que avanzaba la obligaron a declinar. Pero no fue una feminista. De hecho, mantuvo confrontaciones con algunas de ellas porque pertenecían a las clases acomodadas. Su antítesis era la escritora Victoria Ocampo, la aristócrata rebelde desde su comodidad burguesa. Pero políticamente, su lucha no era de género sino de clase. “¿Qué podía hacer yo, humilde mujer del pueblo, allí donde otras mujeres, más preparadas que yo, habían fracasado rotundamente? ¿Caer en el ridículo? ¿Integrar el núcleo de mujeres resentidas con la mujer y con el hombre, como ha ocurrido con innumerables líderes feministas?”, dijo en su libro ‘La razón de mi vida’. Pero ella logró que las mujeres votaran por primera vez en 1951. La participación femenina llegó al 90,32% y fueron elegidas 23 diputadas y seis senadoras al Congreso de la Nación.
Evita no dijo: “Volveré y seré millones”; en realidad dijo: “Mi gloria es y será siempre el escudo de Perón y la bandera de mi pueblo. Y aunque deje en el camino jirones de mi vida, yo sé que ustedes recogerán mi nombre y lo llevarán como bandera a la victoria”.
La dictadura del 55 quiso borrar toda memoria de Evita. Proscribió el peronismo. Prohibió mencionar su nombre. Quiso borrar su obra física, como los hospitales, y hasta derramó sangre para transfusiones “por contener sangre peronista”, según el historiador Felipe Pigna. Envió su cadáver embalsamado para que fuera enterrado en Italia. Devolvieron el cuerpo a Perón, exiliado en España, en 1971. Sus restos volvieron al país el 17 de noviembre de 1974. Reposó en la quinta de Olivos junto al cuerpo de Perón, fallecido el 1 de julio de ese año, mientras allí vivía Isabelita viuda de Perón.
El dictador Rafel Videla devolvió el cuerpo a la familia Duarte para que la depositaran en el panteón familiar de Recoleta, con la condición de que fuera inexpugnable, temeroso de que la volvieran a secuestrar. El actual gobierno de Mauricio Macri ordenó apagar la iluminación nocturna de su silueta que se levanta en la avenida 9 de Julio. Cuando le preguntaron a alguien cercano a Videla por qué el cuerpo de Evita había pasado por tantas cosas, respondió: “Quizá porque a ella es a la única a la que siempre, aun después de muerta, tuvimos miedo”.