Chimamanda Ngozi Adichie lee una de sus novelas, en el Washington Ideas Forum. Foto: Chip Somodevilla/AFP
En un mundo asolado por la violencia machista -en sus versiones más crueles y también en las más solapadas-, las ideas y la voz de Chimamanda Ngozi Adichie (Enugu, Nigeria, 1977) surten el efecto de un bálsamo. Porque su sensatez es una especie de conjuro contra el horror y la injusticia. Porque Chimamanda es feminista y cree que la humanidad entera debería serlo, si quiere vivir en un mundo mejor. Y tiene toda la razón.
Aproximadamente desde el 2009, su nombre de difícil recordación y pronunciación para quienes no están familiarizados con el idioma igbo (que habla uno de los pueblos de Nigeria) ha irrumpido en la escena cultural y política internacional. Su popularidad fuera del ámbito de la Literatura comenzó con una charla de TED titulada ‘Los peligros de la historia única’, que ha sido vista, hasta ahora, 12 millones de veces. Luego hizo otra presentación, igualmente en TED, en el 2012: ‘Todos deberíamos ser feministas’; entonces ya nadie dejaría de hablar de ella.
Chimamanda (“a la que Dios no fallará”) Ngozi (la “bendecida”) se ha convertido en una de las caras más visibles del feminismo. A su elocuencia y agudeza se suman otros méritos, circunstanciales pero de todas maneras cruciales, en un mundo que lo etiqueta todo.
La escritora no solo no viene de los nichos feministas tradicionales (de grupos de base o académicos) sino que además es una mujer negra y africana; y podría pensarse que las dos últimas condiciones le harían el trayecto aún más difícil, pero Chimamanda Ngozi Adichie tiene algo importante que decir, dentro y fuera de la ficción, y es una persona a prueba de balas. Incluso de las que vienen del propio feminismo o de sus coterráneos nigerianos, que la acusan de ‘occidentalizada’ y de abrazar una causa que creen solo representa y ha servido a las mujeres blancas.
La autora es refractaria a estos ataques, seguramente porque le importa muy poco la corrección política; esa camisa de fuerza que pretende decirle que si es feminista no puede pintarse los labios o colaborar con la casa Christian Dior para hacer una camiseta con el título de su charla de TED convertido en un eslogan: “Todos deberíamos ser feministas”. En este trato, ella encuentra el beneficio de atraer a su causa a millones de mujeres que aún no se han ‘convertido’ al feminismo, y lo considera muy útil.
Para sus críticos, en cambio, Adichie colabora con la banalización de la lucha feminista y ayuda a enriquecerse aún más a un emporio, en lugar de velar por las mujeres pobres. En una conversación, en marzo de este año, con la periodista Emma Brockes, que se publicó en The Guardian, la escritora dice: “Este es el tipo de corrección política de la ultraizquierda que me es difícil tolerar. Su aproximación a la pobreza es a veces condescendiente. (…) Pienso en las mujeres nigerianas pobres que difícilmente pueden comprarse ropa, pero aman la moda. Y no tienen el dinero, pero se dan la manera de comprarse lo que quieren”.
Cuidadosa de no elevarse a las alturas de la jerga académica y más bien mostrar el feminismo como lo que es (una propuesta de vida en común en la que todos, sin importar su género, tengan las mismas herramientas, derechos y oportunidades para abrirse paso en la sociedad), Chimamanda dosifica el uso de palabras como ‘patriarcado’ o ‘misoginia’. Lo hace con intenciones prácticas, como lo explica en su libro más reciente, ‘Querida Ijeawele. Cómo educar en el feminismo’: “En ocasiones las feministas tiramos demasiada jerga y la jerga a veces resulta excesivamente abstracta”. Por eso le aconseja a su amiga, que le ha pedido consejo para criar a su hija, que no solo etiquete algo de misógino sino que le explique a la niña “por qué lo es y cómo dejaría de serlo”.
En ese mismo texto, que comenzó como una carta a su amiga y se transformó en un libro brevísimo, dice también cosas como: “Saber cocinar no es un conocimiento preinstalado en la vagina”. “Enséñale a rechazar la obligación de gustar. Su trabajo no es ser deseable, su trabajo es realizarse plenamente en un ser que sea sincero y consciente de la humanidad del resto de la gente”. “Enséñale a cuestionarse el uso selectivo que hace nuestra cultura de la biología como ‘razón’ para las normas sociales” o “ten cuidado de no convertir a los oprimidos en santos. (…) En ocasiones, en este discurso en torno al género, se da por hecho que las mujeres son ‘moralmente’ mejores que los hombres. No lo son. Las mujeres son igual de humanas que los hombres”.
Su formación académica -avalada por nombres como Harvard, Princeton o Yale– habla más que nada de una mujer que se ha esforzado. Llegó a Estados Unidos con una beca y ha estudiado y escrito sin descanso. Su obra de ficción ha sido premiada y traducida a 30 idiomas. Pero si algo merece admiración en la escritora nigeriana es su voluntad de permanecer como una librepensadora en un entorno en el que las cortapisas que impone la corrección política -muchas veces también las del feminismo- pueden acabar con la frescura y la sensatez.
Como Adichie practica lo que predica no está preocupada de caer bien. Vive buena parte del año en Estados Unidos, con su esposo y su pequeña hija, y no se priva de decir lo que piensa de Donald Trump: “Estados Unidos ya no se siente como Estados Unidos. Un país que se levantó sobre la idea de la libertad es ahora gobernado por un demagogo autoritario”. Y no se avergüenza de tener intereses considerados triviales: el maquillaje, por ejemplo; por eso aceptó ser la imagen de una marca, aunque luego entró en pánico porque empezó a ver su rostro en grandes vallas por todos lados. Chimamanda defiende con vehemencia un punto relacionado a esto: “Nadie es nunca una sola cosa”. Y también este otro: la necesidad de convertir la diferencia en la norma porque “la diferencia es la realidad de nuestro mundo”.
Ella es Chimamanda Ngozi Adichie, una mujer talentosa, cuyas ideas son un bálsamo para aliviar la espantosa fealdad del mundo -parafraseando a Almudena Grandes-.