La legendaria alineación de Pink Floyd de 1967: Nick Mason, Rick Wright, Syd Barrett y Roger Waters.
Cuando se menciona a Pink Floyd, es como si se evocara al mismísimo dios del rock. Un enorme legado está detrás de este nombre, que es sinónimo de sofisticación, innovación y un compromiso con el problema humano. Sin Pink Floyd, el rock se habría extraviado en la absoluta frivolidad que The Beatles, quizás sin querer, abrió paso con su canción Let it Be, en 1970. “Habrá una respuesta. Déjala ser”.
Pink Floyd, y más concretamente su bajista y escritor Roger Waters, desarrolló en los 70 un tránsito desde una música estelar hacia una que explorara las sórdidas realidades del mundo, el extenuante trabajo diario, el miedo al fracaso, la estupidez de la guerra y la lucha en contra del sistema reflejado en autoridades, maestros e incluso la mamá. En el ambiente introspectivo y melancólico en que cayó el rock setentero, Pink Floyd tuvo el mérito de salir casi airoso.
De ese Pink Floyd, que produjo dos de los álbumes más aclamados y vendidos de todos los tiempos, no vamos a hablar. En estos días conmemoramos los 50 años del primer Pink Floyd, ese que nació con el disco ‘The Piper at the Gates of Dawn’ y la idea de hacer de la música una experiencia mental, un permanente laboratorio sónico para crear una obra de la imaginación. Es decir, de lo que luego se llamaría rock psicodélico.
Se considera que ‘Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band’ de The Beatles es el punto de partida del rock psicodélico, pero más bien es el primer hito que cristaliza todo un movimiento, un estilo experimental que en su versión más extrema se basada en el consumo de drogas, sobre todo LSD o ácido lisérgico. El ‘Sgt. Pepper’ se lanzó unas semanas antes que ‘The Piper…’, pero ambos se grabaron en mismos estudios y al mismo tiempo.
Los Beatles eran famosos y estaban buscando cerrar la boca a los que los consideraban acabados. Los Floyd, en cambio, venían de tocar durante tres años en bares underground como el UFO Club, donde la comunidad psicodélica de Londres se juntaba para mirar a esa y otras bandas que ofrecían show de luces, proyección de filmes raros y música anárquica. Los Floyd no querían cerrar la boca de nadie. Querían volarle la mente a todos.
El problema era que el líder Syd Barret realmente se estaba volando el cerebro con sus excesos en el consumo del ácido. Solamente tenía 21 años cuando grabó ‘The Piper…’ pero ya se comportaba como la respuesta británica al seductor Jim Morrison, el guapo pero pendenciero ‘frontman’ de los californianos de The Doors.
Barret atraía a las mujeres pero también era un carismático cantante y buscaba ardorosamente dominar la guitarra eléctrica así como ofrecer canciones que llevaran a la audiencia a otros lugares, tal como lo hacían los músicos psicodélicos en San Francisco como Moby Grape, Jefferson Airplane y Grateful Dead con sus pistas largas, improvisaciones, pedales con efectos y un sonido envolvente para recrear los efectos del ácido.
Lo ayudaban en su empeño Roger Waters, cuya personalidad estaba marcada por el trauma de haber perdido a su padre en la Segunda Guerra Mundial; el baterista Nick Mason, dotado de un excelente oído, y el pianista y organista Rick Wright. Todos se entusiasmaron cuando Barret se les unió en la etapa embrionaria y lideró al grupo. Barret propuso el nombre de The Pink Floyd Sound (antes se llamaban Tea Set), para homenajear a dos de sus bluseros admirados, Pink Anderson y Floyd Council.
Gracias a Barret, el grupo fue uno de los preferidos en el UFO pero también luego en el Marquee Club, donde consagrados como los Rolling Stones y The Who solían presentarse. Un tal Jimi Hendrix también andaba por ahí. Poco a poco Pink Floyd emergía como una banda a la que era obligatorio admirar mientras se mezclaban, casi naturalmente, la escena pop con el underground psicodélico.
Fue clave la presentación del 29 de abril de 1967, con Pink Floyd encabezando la maratónica 14 Hour Technicolor Dream y con John Lennon, no en el escenario, sino en la audiencia, tomando nota. Y así llegaron las grabaciones de dos sencillos y el primer LP.
Pocos grupos tuvieron un debut tan decisivo como los Floyd. El disco fue aclamado por los críticos y funcionó bien en el rubro de las ventas. Aunque era psicodélico, también era totalmente diferente al de su par beattleano. Barret, influencia por los efectos del LSD, concibió letras tan raras que lo calificaron como un continuador de Lewis Carroll, el autor de ‘Alicia en el País de las Maravillas’. La música era de otra dimensión. Voces pasadas por filtros. Tonos folkies. Pianos de jazz. Órganos muy especiales para obtener un pop de cámara. Y la guitarra, sacada del blues pero tan afilada que parecía cuchilla.
Barret, sin embargo, ya había cruzado el punto de no retorno y en solo seis meses fue sacado de la banda, cuyos miembros, desesperados, intentaron, primero, que un amigo del grupo, David Gilmour, ayudara con la voz y en la guitarra en las presentaciones en directo. Y luego, que el afamado psiquiatra Ronald David Laing lo curase. Pero los daños cerebrales eran irreversibles. Barret se convirtió en un zombie. Se recluyó para siempre en la casa de su madre y murió en el 2006.
Lo que sucedió luego es más conocido. Con el tiempo, Pink Floyd, con Gilmour en la alineación y Waters a cargo de las letras, alcanzó ventas supermillonarias; pero el grupo, ni en sus mejores años, pudo desprenderse del sentimiento de culpa de haber dejado atrás a un amigo.