La capital tuvo la fortuna de que el terremoto del sábado apenas fuera un rasguño. Eso permitió que el Municipio de Quito volcara toda su capacidad para ayudar a los cantones de la Costa. Y fue una reacción pasmosa, que contradice la fama paquidérmica de la burocracia: en la misma noche del devastador terremoto, las autoridades quiteñas ya habían publicado una evaluación del estado de su ciudad (para tranquilizar a los vecinos), ya se habían contactado con los colegas alcaldes de Manabí y ya habían definido el plan de socorro. La madrugada del domingo estaba activa la recolección de donaciones.
Otros municipios de la Sierra también reaccionaron con rapidez y enviaron personal de auxilio; pero el de Quito, como corresponde a una ciudad que se precia históricamente de ser luz y camino, estuvo a la altura. Quizás la imagen de Quito resaltó aún más debido a la escasa información del Estado, el sábado, y a las casuales ausencias del Presidente y del Alcalde de Guayaquil, lo que dejó a la capital como punto de referencia y a su Alcalde como una de las pocas autoridades activas en la emergencia.
Fue aun mejor la espontánea reacción de los residentes de Quito. Unos, plegando rápidamente a los planes del Patronato y llenando los camiones municipales o acudiendo a los centros de acopio, donde se formaron cadenas humanas; otros, organizando sus propias recolecciones, sus propios viajes, sus propios esfuerzos para atender a los poblados más pequeños. Esto tiene varias causas que lo explican, que van desde la vocación generosa de los quiteños (ayudaron siempre cuando pasaron los terremotos en Riobamba, Ambato, Pujilí…) hasta la faceta cosmopolita de la ciudad, pues muchos tienen familiares y amigos en los lugares afectados, además de que Manabí siempre mantuvo una fuerte relación con Pichincha.
Este espíritu, por supuesto, no puede quedarse en esta fase de donaciones. Debe seguir en la dolorosa fase de reconstrucción. Debe seguir hasta que Ecuador se levante otra vez.