Tuve el privilegio de estudiar en Uruguay en la década de los setenta. Fue una época difícil para ese país, que fue reconocido otrora como ‘la Suiza de América’, por la solidez de sus instituciones. Allí conocí de cerca su realidad y aprendí mucho de su maravilloso pueblo, en el que los Tupamaros –Mujica incluido- tuvieron un gran protagonismo social y político. ¡Por qué Mujica es el Mandela de América Latina!
José Mujica, actual presidente de Uruguay en el pasado discurso en Guayaquil. Foto: EL COMERCIO
Observé en silencio –en youtube- el video del discurso de José Mujica, Presidente de la República Oriental del Uruguay, con ocasión de la reunión de la UNASUR, realizada en Guayaquil, en la que fue condecorado. Por varios minutos no pude ocultar la emoción, al escuchar a un hombre de bien, un ser humano de aspecto campechano, ‘terco, sencillo, duro, constante’, como él mismo se autocalifica.
‘Tengo un fuego interior’
El pensamiento de Mujica no puede contentar a todos –es verdad-, por su vertiente ideológica, siempre alineada en la centro-izquierda, pero sorprende su discurso y sobre todo su vida por su integridad y coherencia. ‘No tengo vocación de héroe, pero tengo un fuego interior porque me lastima la injusticia y la inequidad’, manifestó más de una ocasión.
Y es cierto: jamás claudicó sus ideas. Prefirió el escarnio, la cárcel y el anonimato por mucho tiempo -17 años- antes que buscar la comodidad y la gloria. Por eso, por su valentía y autenticidad ha sido calificado Mujica como el Mandela de América. Y este título –más que las condecoraciones- retrata a una personalidad, que refleja el carácter de un pueblo –el uruguayo-, que tiene una historia fecunda desde los tiempos de José Gervasio Artigas, su libertador.
El contexto
Uruguay es conocido en el Ecuador como la tierra de los vinos, de la mejor carne del mundo, y naturalmente, como el país del fútbol más atildado de América; por lo tanto, dueño de una estirpe inigualable donde se destacaban Peñarol y Nacional, fruto de una rivalidad virtuosa que llenaba el legendario estadio Centenario de Montevideo. En los tiempos de mi estancia en Uruguay fui a ver uno de esos partidos luminosos donde se destacó Alberto Spencer, ‘la Cabeza Mágica’.
En el ámbito cultural, la literatura uruguaya ha sido un referente para el mundo. Recordemos la laureada generación del 900, con Horacio Quiroga, Florencio Sánchez, Delmira Agustini y José Enrique Rodó. Y más tarde, la emblemática generación del 45, que tiene en Mario Benedetti, Juan Carlos Onetti y Eduardo Galeano, entre otros, sus más conspicuos representantes. Recuerdo el semanario ‘Marcha’ –un emblemático periódico, de corte académico- donde se expresaba la esperanza y las luces para un cambio necesario en la sociedad uruguaya.
Tupamaros y dictadura
Esta tierra generosa, rica, hermosa, de gente culta, amable, solidaria y de raíces europeas, me acogió por algunos meses. Allí descubrí a través de mi trabajo –socio-educativo- el otro Uruguay: el de los cantegriles en Paso Carrasco –los basureros donde la gente minaba la basura para subsistir-, la pobreza, la exclusión, y en ese contexto observé la sórdida lucha de blancos y colorados, dos partidos que se alternaban en el poder, mientras el resto, agrupado en el Frente Amplio, buscaba otras salidas. Eran los tiempos de la Teología de la Liberación, y de los libros ‘Las Venas Abiertas de América Latina’, de Eduardo Galeano, ‘La educación para la libertad’ y ‘Pedagogía del Oprimido’, de Paulo Freire, brasileño.
Y las dos salidas se dieron: los Tupamaros, expresión de una guerrilla atípica –Mujica fue uno de sus líderes-, que usó caminos diferentes a la democracia, para expresar su descontento. Y la dictadura que llegó para aplacar con dureza esa radicalidad de los Tumamaros –su nombre proviene del famoso cacique andino Túpac-amaru-, con Juan María Bordaberry a la cabeza, el 27 de junio de 1973.
Los Tupamaros –organización integrada en su mayoría por estudiantes y profesores universitarios- se agrupaban en la clandestinidad en las denominadas ‘casas de seguridad’. Pero la dictadura pudo más y los Tupamaros fueron aniquilados. No hubo familia que no es estuviera directa o directamente vinculada a los Tupamaros. El resultado fue funesto: ‘la mitad de una generación de jóvenes uruguayos fue decapitada’. Esta frase oí en varias ocasiones. La sociedad uruguaya fue desangrada, pero la democracia se recuperó.
El golpe de Estado de Bordaberry me encontró en Montevideo. Allí viví la ferocidad de una dictadura –en otros países han habido dicta-blandas-, el apresamiento de colegas en carros militares y desapariciones forzosas. ¿Por qué los Tupamaros luchan, aún a costa de sus propias vidas? fue una pregunta recurrente.
Mujica o el poder para servir
Bordaberry, en tanto dictador, intentó imponer un sistema constitucional de inspiración franquista, que intentaba eliminar, de facto, los partidos políticos. Pero en 1976 fue destituido por las Fuerzas Armadas y condenado por la justicia uruguaya por crímenes de lesa humanidad. El resto es historia reciente.
El Frente Amplio recuperó su espacio, y Mujica –ex Tupamaro- fue electo presidente de la República y hasta hoy gobierna Uruguay. En 2015 entregará el poder a otro militante de la coalición del Frente Amplio, Tabaré Vásquez, médico oncólogo de 74 años, que fue antes presidente de Uruguay y alcalde de Montevideo.
José Mujica –el Mandela de América- tiene un sitio en la historia de Uruguay, por actuar conforme a sus ideas y acompañar al pueblo en sus aspiraciones. Resistió 17 años de presidio, y salió para servir a su país. Su vida austera y su pensamiento lateral –diferente- e incluso su forma de hablar y vestir le han causado dificultades y comentarios hirientes, pero su honestidad intelectual y su ética política han sido inobjetables.
En la práctica, Mujica ha demostrado que el precio de la libertad es la democracia plena, sobre la base de la pluralidad, la justicia y la igualdad de oportunidades para todos.