El autismo es una condición que afecta a la conducta de las personas. Una madre explica los problemas que enfrenta al vivir con un niño autista. Foto: EFE
Quienes tienen el Trastorno de Espectro Autista (TEA) no sólo deben lidiar con la cotidianeidad de una manera diferente, sino que además se deben enfrentar día a día con la mirada a veces incomprensible del otro.
Una madre que desde hace 7 años convive con esas miradas y comentarios que, en los peores momentos, señalaron a sus hijos. ¿Por qué cuesta tanto aceptar y comprender al otro?
Autismo que no se ve ¿corazón que no siente?
“En general la mirada del otro es complicada en todos lados”, afirmó Flavia (45) al responder si alguna de las reacciones de sus hijos fueron juzgadas por desconocidos en lugares públicos. Ella es licenciada en Ciencias de la Educación y mamá de Juan José (7) y de Francisco (4), ambos diagnosticados con TEA.
El autismo es una condición neurológica que afecta el comportamiento de una persona, su interacción, comunicación y aprendizaje. Se llama “trastorno del espectro” porque se reconoce un abanico de síntomas distintos, tan distintos como las personas que lo tienen.
Algunas de sus características son: irritabilidad a los sonidos, a las luces, a ciertos espacios, determinadas texturas y algunos movimientos. Estar en esas situaciones generan crisis que provocan malestares que el niño traduce en gritos, llantos, pataleos o golpes. Reacciones que, para el ojo ajeno, se confunden con berrinches pero para ellos es un momento de profundo sufrimiento.
“Los nenes tienen su carnet de discapacidad y la señal que se coloca en el parabrisas del auto para poder estacionar en lugares especiales —contó Flavia—. Una vez, en un supermercado de San Juan (ciudad en el noroccidente de Argentina), tuve que padecer la agresión de una persona que me increpó: ‘¡Caradura! ¿Cómo tienes esa señal? ¿Dónde están discapacitados?’ —hizo un largo silencio al recordar a otra persona que puso en duda la discapacidad de sus hijos— ¡No sé qué esperaba ver! ¿A un chico rengo? ¿A un chico ciego?… En esos casos me pongo muy mal”.
Los años de incertidumbre: cómo era lo cotidiano antes del diagnóstico de TEA
Antes de que llegaran el diagnóstico de TEA y el certificado de discapacidad para Juanjo pasaron tres años. En ese lapso el pequeño tuvo las primeras crisis que a ella misma desconcertaban pese a que desde los 6 meses de vida del niño notó que algo no estaba del todo bien. Fue una de esas crisis inesperadas la que la descolocó por completo. La recordó:
“Una tarde fuimos con el nene y mi hermana al supermercado. El ingreso al lugar es por un pasillo y después siguen otros dos. Hasta el primero estaba tranquilo, pero más adelante Juanjo comenzó a llorar. Simplemente se le caían las lágrimas. Cuando llegamos al tercer pasillo lloraba sin parar. Como hacía mucho calor pensé que tendría sed y le di agua, pero no era eso y ¡a medida que avanzábamos se ponía peor al punto de patalear y gritar sin control! Lo saqué del carro y le hice upa… ¡Obviamente tenía la mirada de todas las personas encima! Como no se calmaba, salimos. Lo llevé al auto, encendí el aire y puse bien frío; le canté… Pasó media hora para que se calmara. Yo no sabía qué era lo que le pasaba“.
Esa había sido la primera crisis sensorial de Juanjo. Tenía 2 años y el diagnóstico de autismo llegaría un año y medio después. Fue tanta la estimulación auditiva y sensorial que el niño recibió en ese lugar que no la toleró y la expresó de la única manera que pudo.
Una crisis suele ocurrir cuando el niño se siente saturado sensorial o emocionalmente. También la sensación de frustración puede generar estallidos emocionales.
“Desde que Juanjo tiene 6 meses estoy lidiando con la mirada y la opinión de los demás. Y no me refiero sólo a los desconocidos sino incluso a mi esposo, a mi familia y a su familia, porque como la discapacidad de mi hijo nunca fue evidente me fue dificil explicarles qué veía cuando decía que notaba algo raro en él”, recordó la angustia tras primeros indicios que notó en su pequeño.
Aquello que le costaba explicar era que su bebé de 6 meses tenía reacciones distintas a otros niños de esa edad. “Si lo dejaba sentado en el piso, por ejemplo, ahí se quedaba. No atinaba a moverse, ni a jugar con los juguetes, ni a buscarme. ¡Estaba quieto! Eso fue lo primero que vi”.
A sus 2 años, Juanjo no le decía mamá pero contaba de 1 al 10 y a la inversa con total facilidad. “Para los demás que supiera contar siendo tan chico estaba bien. Me decían ‘¡Guau, qué inteligente que es!’. Y yo decía: ‘¡Sí!, pero no me dice ¡Mamá!’“.
Los largos meses de consultas médicas buscando un diagnóstico
Apenas Flavia notó que Juanjo permanecía muy quieto consultó al pediatra y éste le aconsejó que lo llevara a una salita maternal porque, pensaba, que “todo residía en la falta de contacto con otros niños”. Así lo hizo, pero ella seguía “viendo cositas“.
Al comentar su preocupación a la psicóloga que la trataba, ésta le propuso ver al niño. Al hacerlo le recomendó que consultara con una fonoaudióloga y ésta hizo lo propio con una especialista en Neurodesarrollo. Había iniciado una competencia médica que, disconforme porque esos especialistas no coincidían en el diagnóstico, terminó en una clínica.
Llegó: Trastorno del Espectro Autista (TEA) y entonces siguieron las terapias que hasta hoy ayudan y preparan a Juanjo para afrontar este mundo, muchas veces insensible con las diferencias.
Antes hubo un período aún más duro: buscar una escuela. “Fue la peor etapa”, lamentó el recuerdo. “Fui a, más o menos, 35 escuelas y en la mayoría ni siquiera me abrían las puertas y en las que sí, cuando entraba y contaba que el nene estaba en proceso de diagnóstico no lo aceptaban. Me decían ‘¡Ah, pero no habla! Si no habla no podemos…’, ‘Aún tiene pañales y no puede así…’ Desistí de mandarlo a una escuela y terminó en el mismo jardín maternal que lo venía acogiendo desde los 6 meses”.
TEA y la educación escolar: la deuda de una inclusión real
Diagnóstico de TEA + búsqueda de escuela = otra batalla. “Iba a las escuelas y pedía educación inclusiva… ¡Otra lucha! Me decían que tenían cupo limitado y que ya había un niño incluido y que no iba a poder ser…”.
Eso no fue todo: esperó todo un mes a que un cura de una escuela parroquial la atendiera. “Corría junio y el frío era intenso. Me congelaba en la vereda esperándolo desde las 9 de la mañana hasta el mediodía y nunca me atendió. No conocieron a mi hijo, no le vieron la cara… ¡Sólo me decían que no había lugar!”, lamentó.
Finalmente, y después de tanta búsqueda, una escuela en San Juan, a 10 kilómetros de su casa en la capital de la provincia, recibió a Juanjo y a Francisco. “En este colegio no hemos tenido ningún tipo de dificultad aunque aún cuesta un poco aceptar lo que es diferente, pero no pasa por el colegio sino por los docentes”, dijo.
Al referirse a la predisposición de estos compartió una triste experiencia: “Juanjo tiene descarga oral y para estar concentrado necesita morder algo —aclaró y siguió—: La maestra dijo que no podía hacerlo porque no se le entendía cuando hablaba… ¡Ella optó por no entender que él necesitaba morder algo para hacer su descargo y no estar muy ansioso porque si lo estaba podría terminar golpeando a otro chico!”. Por suerte eso nunca pasó.