Ipiales, en Colombia, fue uno de los destinos de los ecuatorianos durante el feriado por la Batalla de Pichincha. Foto: Francisco Espinoza para EL COMERCIO
En el peregrinaje de cruzar la frontera norte, desde Ecuador hasta Colombia, para salvar dólares –decenas o cientos, según el volumen de la adquisición- todo es sujeto de ahorro, incluso el tiempo. Por lo monetario, demás estaría repetir que en el vecino país los precios de un objeto se reducen hasta en tres veces lo marcado en Ecuador.
Si el objetivo es hacer compras, quien se desplaza dentro de Ecuador puede dejar el auto parqueado en Tulcán y tomar un taxi –hasta Rumichaca, la tarifa es de USD 3; hasta Ipiales, y el tramo de 12 kilómetros toma menos de 15 minutos; es un trayecto de ida y vuelta. El servicio de transporte público cuenta con un carril exclusivo en la carretera, mediante el cual se reduce considerablemente el tiempo de cruce del puente fronterizo por el Puente Internacional de Rumichaca.
Quienes deciden ir en auto propio han corrido otra suerte. Sucedió que el reciente viernes de feriado, recorrer los 5 km previos al puente de Rumichaca, desde Tulcán, tomó alrededor de tres horas… Bajo el sol de las 14:00, con niños dentro del vehículo y ya con cinco horas de carretera desde Quito, el carril exclusivo es una tentación, a riesgo de trocar minutos por una infracción de tránsito.
Las cuestiones que uno ve. A los costados de los siete kilómetros entre el puente e Ipiales, ya en Colombia, se miran comercios, sobre todo llanteras, donde los autos con placa ecuatoriana esperan su turno por unos cauchos nuevos. Las llantas viejas son parte del paisaje y las nuevas se cuentan, pila tras pila, en talleres y supermercados.
Con decenas de miles de ecuatorianos entre las calles y las tiendas, Ipiales lucía anegado. La oferta hotelera colapsó; encontrar habitación era imposible para quien se aventuró sin reserva alguna. Los hipermercados, llenos; lo más demandado, artículos para el hogar (implementos de aseo e higiene suman miles de compradores).
Dos horas más de viaje, hacia el norte, y se llega a Pasto. En el trayecto existe una estación de peaje, que solamente cobra en pesos colombianos. Quien aún no cuenta con la divisa se ve en la obligación de cambiar mínimo USD 5 por 10 000 pesos, es decir USD 1 x $ 2 000; donde hay necesidad para unos, para otros hay oportunidad. Las casas de cambio ofrecen USD 1 x $ 2 790, y si las compras se hacen con tarjeta (débito o crédito) la oferta en tiendas es de USD 1 x $3 065.
Un viernes de feriado; comidas, tentempiés y baños; tráfico, velocidad moderada, carretera estrecha… la travesía sumó 12 horas entre Quito y Pasto.
En la capital del departamento de Nariño encontrar cama también fue complicado. Un hotelito ofreció noche y desayuno por USD 60. Su ubicación en el centro de ‘La Leona de los Andes’ aseguraba cercanía para llegar a las tiendas departamentales y a los comercios en el centro; por si alguna duda quedaba, el mismo recepcionista se encargaba de entregar a los huéspedes recién llegados los folletos y suplementos comerciales que anunciaban las ‘horas locas’ y las promociones: electrónicos, vestimenta (pañales incluidos), cosas para la casa, alimentos… todo –marcas locales y extranjeras- tenía su descuento, su regalo, su gancho.
El movimiento en Pasto era menor que el de Ipiales; pero sumaba cientos de personas esperando su turno en caja, frente a las vitrinas o entre los escaparates (el de los cigarrillos, por ejemplo, casi vacío, algunas firmas agotadas; el de los licores, con clientes calculadora en mano para sorprenderse del valor –bajo- de un whiskey, un vodka, un vino, una cerveza). Centros comerciales con ofertas en ropa de marca (la segunda prenda a mitad de precio y otras gangas), supermercados con descuentos de hasta el 50% -cámaras, laptops, plasmas-, bodegas y ‘outlets’ con cifras muy, muy reducidas.
Para quien se queja de los altos precios, las ciudades fronterizas de Colombia dan alternativas. Cuando la ley de la oferta y la demanda, el mercado mismo, manda, de por medio hay afectaciones a la economía interna. Las redes sociales están para todo y a cualquier distancia; brevemente se levantaron dos posturas –que no necesariamente mentan asuntos gubernamentales- frente a quienes compran en Colombia. Para unos adquirir productos afuera es casi-casi actitud de un ‘vendepatria’; los otros responden que cada uno sabe cómo, cuando y donde gasta la plata que gana trabajando. Lo que queda es un estigma sobre quien administra el peso en su bolsillo.
Los ecos de tales comentarios resuenan hasta que -de regreso- se pasa el control de aduanas aleatorio (no todos los vehículos son revisados). Entonces, el inspector pregunta por artículos por declarar o que serán sujetos a confiscación cuando no se tengan los documentos específicos. “Aparatos electrónicos, teléfonos, plasmas, comida para perros, botellas de whiskey, llantas…”, enumera el agente, en ese orden. Así como hay quien declara, hay un margen breve de permisividad. Pero –nuevamente, las cuestiones que uno ve- hay productos que se guardan, se ocultan, se aplastan, se camuflan… incluso con el riesgo de que la arena y el ripio del tramo entre Huaca y El Juncal, rompan la pantalla de un plasma, una botella, algo.
Para el regreso a Quito, el tiempo se redujo a la mitad.