Ángelo Ayol es un joven de 22 años que estudiaba en el colegio Mejía cuando sucedieron los hechos. Foto: EL COMERCIO
La primera vez que Ángelo Ayol volvió a la UPC de la Basílica, en el Centro Histórico de Quito, cuenta que su cuerpo se paralizó. Experimentó un llanto incontrolable y pudo tranquilizarse solo después de una hora. “Ese día era la reconstrucción de los hechos y me di cuenta que lo que había pasado me había marcado”.
Ayol es un joven de 22 años. La tarde de este miércoles 2 de noviembre del 2020, la Corte Nacional de Justicia tramitará un pedido de casación solicitado por dos policías. Ellos fueron sentenciados en primera y segunda instancia a cinco y 10 años de cárcel, por los delitos de tortura en contra de Ayol. Esta tarde, los agentes intentarán revertir la sentencia.
Previo a ingresar la audiencia, el joven narra su caso:
“El 17 de septiembre de 2014 yo era estudiante del Colegio Mejía. Estaba en primero de Bachillerato. Ese día hubo protestas por algunas políticas del régimen de Rafael Correa. Las manifestaciones habían comenzado como a las 18:00, pero yo salí del colegio a las 19:00.
Recuerdo que caminé hacia la Iglesia de la Basílica, porque vivo por San Juan y allí debía tomar mi bus. De pronto vi que unos policías venían directamente hacia mí. Corrí, pero me atraparon. Eran como 10. Me golpeaban en el suelo. Me pateaban, me daban con los toletes y me insultaban. Dos motos me pasaron por la rodilla y por el brazo.
Luego, uno de ellos me esposó con las manos hacia atrás y me subió a una motocicleta. Yo iba en la mitad, entre dos policías. En el trayecto del colegio a la UPC me siguieron agrediendo. El conductor de la moto me golpeaba con su casco en la cabeza.
No sé en qué momento perdí el conocimiento, pero desperté en un cuarto pequeño de la UPC. Me tenían en el suelo, junto con otros estudiantes. Allí me siguieron torturando. Me ponían las rodillas en el cuello, me golpeaban la cabeza, me echaban gas en la cara y me decían: ahora sí pues ponte a lanzar piedras. Producto de esto perdí dos muelas superiores del lado izquierdo.
Estuve como cuatro horas allí, esposado con las manos hacia atrás. Ya no sentía los brazos y la piel de las muñecas me comenzaba a sangrar. Entonces me retiraron las esposas, sobre todo, porque tenía la mochila y los policías querían revisar mis pertenencias. Ellos se llevaron mi celular y no me dejaron comunicarme con mis familiares.
A la media noche me llevaron a Flagrancia. No sé cómo estaría, pero pedía que me llevaran al hospital, porque sentía que me desmayaba. Mis compañeros de celda, que eran otros estudiantes, hicieron tanto problema, gritaban que me den atención y por ellos me trasladaron a un médico legal.
El perito me revisó, me preguntó qué me había pasado. Le conté y ordenó que me llevaran al Hospital Eugenio Espejo. Para ese momento yo ya me había comunicado con mi mamá, porque uno de los detenidos había logrado ingresar un celular y me regaló una llamada.
Del hospital salí como a los tres días y tenía un collarín. Entonces vino lo más fuerte. La recuperación fue larga y dolorosa. No podía caminar, porque me lastimaron la rodilla. Han pasado seis años y todavía tengo molestias en la rodilla, producto de que me pasaron la moto por encima.
Por ejemplo, antes yo hacía bicicleta. Me iba desde San Juan hasta el Valle. Jugaba fútbol. Ya no puedo hacer nada de eso. No puedo estar de pie mucho tiempo, porque me empieza a doler la rodilla. Las muelas recién me reconstruyeron y en el tema psicológico puede decir que por un largo tiempo tenía miedo a los policías. Los veía y comenzaba a temblar. Me imaginaba que me iban a detener y que me iban a llevar de nuevo a ese cuarto en la UPC.
Me di cuenta que la tortura que recibí de parte de los policías me dejó secuelas, cuando en la reconstrucción de los hechos me rompí en llanto antes de ingresar la UPC.
A pesar de todo esto mi familia decidió presentar la denuncia y seguir un juicio en contra de los agentes. Esos primeros años fueron muy duros. Mi padre tuvo que renunciar a su trabajo, en una imprenta, para acompañarme a las audiencias. Allí recibimos hostigamientos por parte de los agentes, pues nos seguían vestidos de civil.
A mis padres les tocó dejarme y retirarme todos los días del colegio.
Después de que pasó lo de las protestas me di cuenta que no era el único que fue golpeado. Hubo muchos compañeros, pero no quisieron presentar la denuncia. Otros fueron testigos, pero no quisieron declarar por miedo.
En ese tiempo la Policía iba a cada rato al colegio. Nos ofrecían viajes a la playa, entradas para conciertos y organizaban actividades en el club de oficiales para enseñarnos a disparar armas de fuego. De alguna forma, todos se sentían presionados para no decir nada.
Y hoy, luego de seis años, estoy a punto de que mi caso termine, de que por fin pueda tener justicia. Es el primer caso de tortura a un estudiante que se reconoce y llega hasta esta instancia. Hasta ahora ni los policías sentenciados ni la Institución me han pedido disculpas. Tal vez no lo hagan, porque en la sentencia los jueces no lo han ordenado. Pero yo espero que mi caso sirva para que esto no se repita, para que la Policía haga su trabajo, que es protegernos”.