La producción de tomate requirió 13 litros de agua. La planta de la que brotó ocupó el suelo entre tres y cinco meses hasta dar fruto. Y si fue cultivado en Santa Elena, una zona tomatera del Ecuador, recorrió 130 km para llegar a Guayaquil. Ese tomate nunca llegó a una mesa ni sirvió de alimento. Mucho antes quedó tatuado por la llanta de algún camión sobre el asfalto del Mercado de Transferencia de Víveres de Montebello, en el noroeste de Guayaquil.
Al igual que este producto, el 3,62% de los 25,9 millones de toneladas de alimentos que produjo Ecuador en el 2017 se perdió durante las etapas de producción y almacenamiento.
Se trata de 939 000 toneladas, equivalentes a USD 334 millones de pérdidas económicas y 1,5 millones de personas que pudieron ser alimentadas con esa cantidad si hubiese sido rescatada a tiempo, según un informe reciente de la Organización de las NN.UU. para la Alimentación y la Agricultura (FAO) y el Ministerio de Agricultura (ver datos interactivos).
La comerciante Vilma Villagrán no da lo que les sobra -de hecho, 31 toneladas compiladas hasta julio del 2019 han sido productos frescos-. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
La ruta para recuperar los alimentos
Para evitar que más alimentos corran la misma suerte de aquel tomate de Montebello existen equipos de rescatistas que le dan una segunda oportunidad a estos víveres rechazados por los comerciantes y apetecidos por quienes no tienen recursos económicos.
El programa Fruver, una iniciativa del Banco de Alimentos Diakonía de la Arquidiócesis de Guayaquil, se ha convertido en un salvavidas que recupera frutas y verduras en el Mercado de Transferencias.
El personal -identificado con camisas rojo tomate-, fluye por los callejones que marcan los 21 andenes y que articulan 400 puestos de expendio.
En enero de 2018 comenzaron la recolección, pero no fue una tarea fácil. “Algunos comerciantes desconfiaban al principio. Ahora nos ven como una opción para no desechar alimentos sino para donarlos a quienes lo necesitan”, cuenta María José Mendieta, coordinadora de Fruver.
El 2018 recopilaron 72 toneladas de frutas y hortalizas que eran menospreciadas por su exceso de maduración o por ligeros golpes. De enero a julio de 2019 han reunido 77 toneladas, en 648 horas de trabajo y con 162 voluntarios -hasta 30 por día-. Son universitarios que realizan prácticas y trabajadores de empresas que colaboran con el banco, quienes pasan por un entrenamiento.
Shirlley Haro y Cindy Morán son universitarias y cada semana se ponen los guantes del servicio para cargar pesados cajones. Es martes y entre las dos han recopilado choclos, piñas, tomates, naranjas, zapallos, sandías, limones… Algunos no lucen tan deliciosos, pero nada es despreciado.
Los comerciantes Ramón Ostaiza y Vilma Villagrán no dan lo que les sobra -de hecho, 31 toneladas compiladas hasta julio del 2019 han sido productos frescos-. Ambos se han convertido en donantes fijos.
Él aporta con piñas que llegan del cantón Milagro (Guayas) y de Pichincha; ella, con papayas que provienen de Manabí. “No desperdicio la fruta porque es una bendición de Dios -dice Ostaiza-, menos si hay alguien que la necesita”.
El informe de la FAO con el Ministerio de Agricultura refleja solo una parte de lo que ocurre en las ciudades más habitadas. Según datos atribuidos al Banco de Alimentos de Quito, la capital desperdicia cerca de 36 500 toneladas de alimentos al año. En Guayaquil son poco más de 10 200 toneladas.
Cada martes, jueves y sábado, desde las 07:00, los rescatistas de alimentos de Diakonía caminan a contracorriente en una marejada de camiones que aceleran, pitan insistentemente, entran y salen de los estacionamientos del mercado de mayoristas en busca de productos.
El ambiente es un remolino de olores. Es dulzón junto a los puestos de las melosas piñas y papayas, se torna ácido al pasar por los pilos de cebollas coloradas y se vuelve putrefacto por los productos en descomposición. Eso es lo que se busca evitar.
“No es simplemente un producto que se pierde -aclara Mendieta-. Hay toda una inversión de recursos que no se ve: maquinaria, uso de la tierra, combustibles, explotación de agua, el esfuerzo humano… Todo eso para que llegue a la basura. Y una vez en la basura las frutas y verduras producen CO2 y gas metano. Producimos para contaminar”.
La revisión de los alimentos es minuciosa para garantizar que los alimentos que llegarán a las personas estén en óptima calidad y no afecten su salud. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
Un análisis riguroso antes de llegar a la mesa
El camión de Diakonía está lleno. La misión en el mercado ha terminado pero continúa en las instalaciones del banco, ubicadas en La Prosperina, en el norte de Guayaquil. Abrió en 2010 y en sus bodegas reciben productos donados por empresas; ahora están incursionando en captar comida caliente, la que queda del día en una cadena de comida rápida.
Juan Francisco, Cynthia, Antony y otros voluntarios son los encargados de desembarcar, seleccionar, clasificar y desinfectar el cargamento.
“No desperdiciamos nada -explica la coordinadora del programa Fruver-: si los alimentos son aptos para el consumo humano van a fundaciones, si no son aptos para humanos van a las fundaciones de fauna silvestre y si tampoco sirven para ellos, porque tienen hongos o algún contaminante, lo usamos para compostaje”.
La revisión es minuciosa para garantizar que los alimentos que llegarán a las personas estén en óptima calidad y no afecten su salud. El producto en buen estado pasa al área de desinfección, donde es lavado, secado y pesado, antes de llegar a sus comensales.
127 millones de toneladas se pierden en Latinoamérica
En el mundo, cada año se pierden o desperdician 1 300 millones de toneladas de alimentos. La FAO calcula que solo en América Latina 127 millones de toneladas.
La producción y consumo responsables resumen el Objetivo de Desarrollo Sostenible 12 (ODS). Es una de las metas que se prevé alcanzar al 2030 y busca “reducir a la mitad el desperdicio mundial de alimentos per cápita en la venta al por menor y a nivel de los consumidores, y reducir las pérdidas de alimentos en las cadenas de producción y distribución, incluidas las pérdidas posteriores a las cosechas”.
Para lograrlo, la semana pasada se revisó en Ecuador un diagnóstico de la cadena agroalimentaria. Los datos más precisos se generan en los primeros eslabones de producción y almacenamiento, pero aún resta indagar qué ocurre en las fases de comercialización y consumo -solo se conoce que el 59% de los desperdicios en país corresponde a residuos orgánicos-. (ver datos)
En Quito se acordó formar el Comité nacional para la prevención y reducción de pérdidas y desperdicios, para consolidar acciones. Este grupo incluirá a organizaciones como los bancos de alimentos del país.
Las frutas recuperadas en el Banco de Alimentos Diakonía, son enviadas a tres escuelas. Una de ellas es la unidad educativa La Consolota, en el noroeste de Guayaquil, donde 190 estudiantes reciben desayunos a diario para combatir la desnutricion infantil. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
Tres millones de platos de comida recuperados
Luis no se ha dado cuenta pero lleva marcado un bigote de leche. Cada mañana, de lunes a viernes, la huella vuelve a dibujarse en el rostro del niño de 6 años durante el desayuno que recibe en su escuela.
El de su casa no es tan delicioso y colorido como este. Un poco de agua aromática y un pan es lo que come la mayoría de sus amigos de segundo de básica en sus hogares, antes de empezar la jornada en la unidad educativa La Consolata, ubicada en El Fortín, un sector popular del noroeste.
“Algunos llegaban con dolores de estómago y algo de desnutrición. Hay niños que no tienen el peso y la talla para su edad y eso afecta al aprendizaje en sus primeros años de vida”, cuenta la directora Anira Balón.
Desde mayo eso cambió. 190 niños, de primero a tercero de básica, son parte del programa Desayuno para mejores días, liderado por la multinacional Kellogg’s y coordinado por Diakonía.
En toda la ciudad son 450 chicos beneficiarios. Federico Recalde, director del banco, explica que la malnutrición alcanza un 80% entre los pequeños. Y un estudio de la Universidad Católica Santiago de Guayaquil les confirmó su efecto en el desarrollo intelectual. “Hay un retraso de casi un año. Es decir, un niño que está en cuarto de básica tiene la capacidad intelectual de uno de tercero”.
Los platos de colores forman un arcoíris sobre los pupitres. En el de Kristell, una de las amigas de Luis, ya queda poco. Hay unos cuantos trozos de piña y sandía, arroz crocante y algo de leche en su jarro. “También me gusta el guineo y las frutillas”, dice la pequeña de 6 años.
200 mililitros de leche, 30 gramos de cereal y 80 gramos de fruta es la fórmula que usan los padres para preparar estos desayunos escolares. Esa fruta es la que recuperan María José Mendieta y el equipo de voluntarios. “Si vemos estas frutas y verduras como platos de comida ya hemos recuperado tres millones de platos”.