Aquel 5 de marzo los waos lo repetían: “Él avisó muchas veces y nadie hizo nada”. Voces sórdidas se escuchan en el video que documenta el hallazgo del cadáver de Ompure y la agonía de su esposa Buganey, lanceados por taromenane. Fueron muertos en la selva del Bloque 16.
Ompure, anciano waorani, era el único nexo con los pueblos ocultos del Yasuní. ¿Qué alertas dio? ¿Por qué esos pueblos habrían de matarlo? ¿Por una petición no cumplida de machetes y ollas? ¿Por, pese a que se lo solicitaron, no poder hacer nada para evitar la apertura de vías, el ruido de la actividad extractiva, la destrucción de la selva en sí? Desde hace un siglo se documentan encuentros violentos con los pueblos ocultos del Yasuní, primero por el ‘boom’ del caucho, luego por el petrolero. Ompure, consciente del peligro, prefirió vivir cerca, buscar contacto y paz.
Hoy se cumple un año de su muerte, un hito que puso en evidencia el papel de los burócratas que, advertidos sobre el rencor que se había regado entre los wao de Yarentaro, intervinieron sin dar oídos a los expertos de la zona. No pudieron evitar la venganza del 30 de marzo: la masacre de los taromenane, mujeres y niños especialmente.
Un hito porque desde marzo hubo acciones no propias del nivel de tecnocracia a cargo de planificar el Estado actual.
La decisión de explotar el ITT. La censura de un libro. El tardío rescate de una niña. El juicio a los waorani sin mirar que se trata de personas no integradas al Estado.
La desafortunada coincidencia es el ajuste de la figura del etnocidio en el Código Integral Penal. Etnocidio -dice la Constitución- es violar los derechos de los pueblos ocultos. Antes de la masacre eso se planeaba sancionar (borrador del Código, diciembre 2012) con una pena de 28 a 31 años de cárcel. Pero este 2014 se aprobó que es etnocidio solo vulnerar la identidad de esos pueblos, y 19 años la máxima pena.
Se echan de menos explicaciones, pero más se echa de menos una política pública para la zona, que no ignore las alertas y apueste por la vida.