Oswaldo, uno de los panteoneros del cementerio del Suburbio, presenció escenas de dolor. Foto: Mario faustos / El Comercio
Las puertas de hierro del cementerio Ángel María Canals, en el Suburbio Oeste de Guayaquil, permanecen cerradas. Desde el inicio de la emergencia sanitaria, en marzo pasado, el acceso a los familiares quedó totalmente restringido.
Cada semana, decenas de personas acuden a este camposanto municipal para intentar dejar flores en las tumbas de sus seres queridos, pero ninguna ha podido entrar.
Los panteoneros del lugar dicen que es por “precaución”. En ese sitio reposan los restos de más de 200 personas, quienes fallecieron con diagnóstico de covid-19 o con sospechas de contagio del virus.
Uno de los empleados cuenta que la mayoría de las inhumaciones las hicieron las propias familias. El camposanto estaba lleno y no había espacios para tantos cadáveres.
Por eso la Alcaldía de Guayaquil donó una parte del cementerio para que los deudos levantaran los túmulos nuevos.
Esa fue la única ocasión en que los panteoneros habían visto a las familias construir bóvedas con sus propios esfuerzos. Corrían los días de finales de marzo e inicios de abril, en el pico de la pandemia.
La desesperación por la falta de espacios disponibles para inhumaciones superó todo límite. Muchos sacaron los restos de otros seres queridos, enterrados en épocas pasadas, para sepultar a sus víctimas.
“Fueron momentos difíciles, las familias llegaban con los féretros en camionetas. Los vehículos hacían largas filas para entrar. Los albañiles privados entraban con cemento y bloques y armaban las bóvedas”. Así recuerda uno de los sepultureros del Suburbio.
Siete meses después, la administración del camposanto, analiza si es seguro el ingreso de los deudos. No se conoce con certeza cómo se construyeron las bóvedas que se levantaron de forma privada. “No decimos que están mal, pero por precaución no vamos para allá”, señala un empleado.
Pero esa zona del cementerio no es la única que alberga a quienes murieron en la pandemia. Hay otro bloque de 60 bóvedas. Esa estructura fue levantada por el Municipio en menos de 30 días. Todas fueron ocupadas de inmediato.
“Eran escenas muy dolorosas, estaban prohibidos los funerales. Solo entraban dos familiares y el féretro pasaba directo del carro en que llegaba hasta la tumba”, cuenta Oswaldo, uno de los panteoneros.
El hombre tiene en el oficio más de 30 años. En todo ese tiempo, dice, la pandemia fue la época en que más muertos vio llegar al Suburbio.
Lo mismo sostienen los trabajadores del camposanto Parque de la Paz, en Pascuales, parroquia en el noroeste de Guayaquil. Allí el Gobierno Nacional, a través de una Fuerza de Tarea Conjunta, sepultó a 1 092 personas en una zona denominada Campo Eterno.
Los obreros que vivieron de cerca esas inhumaciones, cuentan que la mayoría de cuerpos provenía de hospitales públicos y privados.
“Llegaban en contenedores refrigerados y luego eran colocados en espacios unipersonales. Algunos venían en ataúdes y otros solo en bolsas herméticas, ya que en los primeros meses de la pandemia Guayaquil sufrió déficit de cofres mortuorios”, relata mientras camina a un costado de las tumbas.
El temor a que se necesitaran más espacios para sepulturas, hizo que se optimizara al máximo el terreno. Entre cada lápida existe una separación de apenas 30 centímetros.
A todos se les colocó un mismo tipo de insignia. Allí aparece únicamente el nombre y el código de ubicación. Las fechas de nacimiento y defunción no constan. Pero en el cementerio todos saben que esos son espacios donde reposan las personas fallecidas durante la emergencia sanitaria.
Hay una placa que dice: “En memoria de los fallecidos durante la pandemia covid-19. Por la huella eterna que dejaron en nuestras vidas”.
El homenaje se colocó a finales de julio. Ese mes abrieron las puertas a los deudos; el camposanto organizó una misa y bendijo las tumbas. Desde entonces, las lápidas lucen adornos de flores artificiales, fotografías y peluches.
Los trabajadores los observan desde lejos. Dicen que a diferencia de los fallecimientos antes de la pandemia, las familias de las víctimas aún tienen “muy vivo el dolor”. “Se quedan por horas y lloran. Aún visten con ropa negra. Llegan en familia, prenden velas en las lápidas y rezan tomados de las manos”, dice un obrero.
Así estaba el martes pasado Martina Tumbaco. Ella perdió a su único hijo. Sentada junto a su tumba y con las manos temblorosas acariciaba el césped. Sus ojos se humedecían y pese a estar con mascarilla se escuchaba su llanto. Su mirada permanecía fija en la pequeña lápida de mármol. “No me pude despedir de él. Durante cuatro meses busqué su tumba. Ahora vengo dos veces por semana para hablar con mi hijo”, dice, mientras su voz se quiebra y se ahoga con las lágrimas.