A 23 años de la guerra del Cenepa, Gualaquiza unió a excombatientes

Desde la izquierda, el general Paco Moncayo y el coronel Luis Hernández reciben las condenaciones en Gualaquiza. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO

Desde la izquierda, el general Paco Moncayo y el coronel Luis Hernández reciben las condenaciones en Gualaquiza. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO

Desde la izquierda, el general Paco Moncayo y el coronel Luis Hernández reciben las condenaciones en Gualaquiza. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO

El apacible valle agrícola y ganadero de Gualaquiza no ha perdido su encanto 23 años después de la guerra. En los pequeños jardines de las casas, de una o dos plantas, sus dueños aún cultivan orquídeas, helechos, limones y naranjas.

Las calles y avenidas de este cantón amazónico de Morona Santiago, donde prosperan negocios de ferreterías, almacenes de electrodomésticos, hoteles y restaurantes, lucen limpias y pavimentadas.

Desde el parque central, adornado con plantas de heliconias, bromelias y llamativos faroles para iluminar las noches, se observa la cordillera del Cóndor. Las viviendas, escuelas públicas, el centro de salud y el hospital central están cubiertos con casi todos los servicios, sobre todo agua potable e Internet. Los constantes cortes de energía eléctrica, que hace dos décadas atormentaban a la mayoría de poblaciones del cordón fronterizo del sur del país, dejaron de ser un problema.

La ciudad de Gualaquiza, fundada en 1815 por el padre José Prieto, guarda en sus ríos de tono ocre, en sus cascadas de agua transparente y montañas, cientos de relatos de personas que decidieron llegar hasta aquí en busca de nuevas formas de vida, basadas en la explotación de oro y la colonización de tierras aptas para la ganadería. En esencia, sus 18 000 habitantes son nativos shuar y colonos de Loja, Cañar y Azuay que se dedican al comercio y a la producción de naranjilla, yuca y plátano.

La infraestructura vial también ha mejorado. Lo que un viaje tomaba en 1995 para llegar a Gualaquiza: 10 horas en carretera de lastre, piedras y lodo, hoy dura tres horas.

El cantón, refiere su alcalde Patricio Ávila, es ahora una frontera viva, producto del tesón de su gente que en las dos últimas décadas ha bregado para mejorar las condiciones de vida. Por esfuerzo propio, Gualaquiza es el reflejo de los cambios que han experimentado algunas de las poblaciones del cordón fronterizo que sufrieron la guerra del Alto Cenepa en 1995. Y es en esta ciudad donde ayer, 26 de enero del 2018, se rindió homenaje a los excombatientes del conflicto de ese año.

Atrás quedaron los días en los que Gualaquiza se convirtió en un puesto estratégico y de abastecimiento de las tropas ecuatorianas. Fue aquí donde operó el Batallón de Selva Nº 63 Gualaquiza, que junto a la Brigada Cóndor 21, acantonada en Patuca, en el cantón Méndez, jugaron un papel importante en la guerra.

Uno de sus protagonistas es Luis Hernández, coronel del Ejército que ayer fue condecorado junto a otros líderes militares, como el general Paco Moncayo, jefe de Operaciones, y el general José Gallardo, exministro de Defensa en el gobierno de Sixto Durán-Ballén.

Al descender del avión de la FAE que trasladó desde Quito a Gualaquiza a los excombatientes, a funcionarios del Ministerio de Defensa y a miembros de la prensa, el coronel Hernández evocó una serie de recuerdos. Como comandante del Agrupamiento Táctico General Miguel Iturralde, este quiteño lideró las acciones y decisiones que determinaron el rumbo del conflicto. Primero hizo base en Gualaquiza y días después se trasladó al Batallón Cóndor 21, situado en Patuca. 700 soldados al inicio y entre 2 500 y 3 500, al final, estuvieron al mando de este oficial.

De Gualaquiza, el coronel Hernández recuerda cómo en medio de los temores y vicisitudes que generó la guerra, los pobladores no desmayaron y tejieron lazos de solidaridad y apoyo hacia los soldados.

La pobreza en Patuca

En los recorridos que los periodistas realizamos en ese entonces en Patuca, detectamos que los niños indígenas se alimentaban solo de yuca, plátano y arroz. Un estudio que efectuaron brigadas médicas de las Fuerzas Armadas reveló que 70% de las mujeres indígenas eran anémicas.

En los caseríos más alejados se notaba la miseria. Los habitantes de la zona no tenían trabajo estable, vivían de lo que daba su pedazo de tierra y de lo que podían pescar en el río o cazar en la montaña. No tenían agua potable ni letrinas. El líquido vital lo obtenían de los riachuelos que pasan junto a sus casas o las traían del río.

El coronel Hernández conoció esta realidad, cosas que reveló la guerra y que antes de 1995 ningún Gobierno se preo­cupó en atender. Por eso también dirigió misiones de ayuda social a las poblaciones shuar y distribuyó arroz, atunes y asistencia médica.

Gualaquiza, por ejemplo, sirvió de albergue para 600 personas que fueron evacuadas de otros poblados y caseríos, por el temor de que Perú realizara ataques. César Correa, de 72 años, rememora el pánico que vivió el pueblo luego que una madrugada una persona alarmó a los habitantes diciendo que habría un bombardeo. La gente huyó con cilindros de gas, ollas y todo lo que podía a internarse en la selva.

Fueron días de mucha tensión, recuerda que sobre él pesaban todas las órdenes de logística y ataques a las tropas peruanas. Pero lo que más recuerda es su sensibilidad, la cercanía con las poblaciones afectadas porque sintió que había mucha pobreza y falta de oportunidades.

En su libro ‘Guerra del Cenepa. Diario de un comandante’, el coronel Hernández reporta, con días y horas, los momentos más difíciles del conflicto. “No hay duda de que la empresa más dura a la que se somete el ser humano es la guerra. Lo experimenté por mí mismo”, dice Hernández.

Y tiene razón. Patuca es un caserío suroriental perteneciente al cantón Santiago de Méndez, donde se encuentra la Brigada Nº 21 Cóndor y que fue centro de operación de la prensa. Era una pequeña ciudad donde la vida apacible de sus habitantes se alteró con la llegada de soldados, carros militares, antenas satelitales de TV y decenas de periodistas.

Había días en que la temperatura pasaba los 40 grados y los periodistas buscábamos la sombra de los frescos laureles.

23 años después, las poblaciones creen que la firma de la paz no trajo mayores beneficios. “Se logró la paz, pero los recursos ofrecidos para invertir en el desarrollo de las zonas de frontera nunca llegaron”, señala Hernández. Tampoco se cumplió la oferta de abrir las zonas de frontera para que los habitantes tanto de Ecuador como de Perú se integraran.

Hoy le preocupa que como secuela del asedio en el anterior Gobierno, FF.AA. están menos fortalecidas que en 1995.

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