Poco a poco, los fieles vuelven a las iglesias católicas en Quito

Creyentes asisten a la iglesia de San Francisco, en el Centro Histórico de Quito, y siguen medidas de bioseguridad

Creyentes asisten a la iglesia de San Francisco, en el Centro Histórico de Quito, y siguen medidas de bioseguridad

Creyentes asisten a la iglesia de San Francisco, en el Centro Histórico de Quito, y siguen medidas de bioseguridad. Diego Pallero / El Comercio

Antes de entrar a la Catedral, los fieles -distanciados, con mascarillas y visores- hacen fila para que controlen su temperatura y les pongan alcohol.

Uno a uno pasan por una bandeja de desinfección, ingresan al templo y buscan dónde ubicarse para recibir, como dicen, la bendición de Dios.

El mismo protocolo cumplen quienes van a La Compañía. Una persona usa un sistema de aspersión para desinfectar al creyente de pies a cabeza.

En el interior del convento de San Francisco hay un silencio rotundo y nadie se retira el cubrebocas. Las personas entran a paso lento y buscan en las bancas de madera un espacio adecuado. Las sillas están marcadas con un letrero con un Jesús crucificado, el mensaje dice: “Utilice este lugar”.

Son las 08:30 del martes, hora de misa en los iglesias del Centro. Los templos no están a rebosar como antes de la pandemia. El aforo reducido del 30% y el temor al contagio hacen que estas construcciones patrimoniales no luzcan llenas.

El covid-19 afectó no solo al turismo, a los negocios, a la educación y al ocio, sino que también alteró la cotidianidad de las iglesias. Hubo cambios en algunas parroquias.

Monseñor Luis Tapia, quien era párroco de la Catedral, no ha regresado al templo desde el 14 de marzo. Por su edad, fue separado de sus funciones en esa parroquia y puesto a buen recaudo, para evitar un posible contagio. Desde lejos, dice, sigue rezando por la comunidad.

Luego de permanecer cerradas por casi tres meses, abrir las iglesias no fue fácil. No solo por lo que implica la nueva convivencia, sino porque los creyentes tienen temor.

El padre Froilán Serrano, párroco de El Belén, da fe de aquello. Antes de la pandemia, a las tres misas que daba, por ejemplo un martes, en el Santuario de Los Remedios, llegaban entre 400 y 500 personas.

Hoy, en cambio, no se reúnen más de 40. La cantidad de fieles que asisten los domingos también pasó de 300 a máximo 30.

Serrano cuenta que hoy la catequesis se realiza por redes sociales. Se da la eucaristía y la misa por plataformas digitales, pero no con la misma frecuencia que antes. Al inicio del año realizaba unos ocho bautizos al mes. Desde que empezó la emergencia hasta septiembre, no hubo ninguno. Apenas tiene registrados dos eventos para octubre y noviembre.

La iglesia se mantiene básicamente con el aporte de los creyentes. El costo de un bautizo, por ejemplo, es voluntario, algunas personas ofrendan USD 10, otras 25. Un matrimonio podía costar USD 60.

Las limosnas y ayudas de los feligreses sirven para costear los servicios básicos, alimentación, sueldo de los empleados y otros gastos. En el caso de la parroquia El Belén, el párroco también recibía un pequeño valor por el arriendo de dos almacenes, por los que antes cobraba USD 150 y debido a la pandemia bajó la renta a USD 100. Pero tan grave es la situación, que no le han pagado. Su soporte ha sido su familia.

El padre José García también reconoce la crisis. Cuenta que hay parroquias que han tenido que despedir a secretarias, sacristanes o personal de limpieza, porque sin ingresos no se pueden pagar sueldos.

Asegura que cuando empezó la pandemia, algunos sacerdotes contaban con una pequeña reserva, pero como el cierre se prolongó por meses, la situación se agravó.

Algunos templos logran reu­nir en limosnas menos del 10% de lo usual, por lo que la ayuda de los fieles ha sido clave. En la Pío XII, por ejemplo, los vecinos ayudan a su párroco.

Todos los domingos, una familia le lleva el almuerzo. Asimismo, en San Antonio la gente colabora con comida.

Pero el virus también trajo una lección: la fe no se limita al templo. La Iglesia puede cobrar vida en la sala de una casa donde alguien se congrega.

Una familia puede seguir la misa de la mano del párroco gracias a una plataforma. Así lo reconoce monseñor David de la Torre, obispo auxiliar de Quito, quien considera que uno de los primeros impactos del coronavirus fue el pasar de una expresión comunitaria de la fe, a una más familiar.

Cuenta que, por ejemplo, para celebrar un funeral se organizan eucaristías vía Zoom. Y se da una particularidad, cuando termina la misa, la familia permanece en esos espacios virtuales, para compartir con otros que aunque están lejos (físicamente), se sienten cerca.

Cuenta que en la celebración del bautizo o matrimonio, por las restricciones, no hay distracciones. No tienen que preocuparse del fotógrafo, invitados, comida, y se concentran en el acto religioso.

El covid-19 también sacó a la luz el compromiso de las personas en la vida de la parroquia. Para poder abrir los templos, han tenido que formar grupos de voluntarios que están a cargo del control de las medidas de bioseguridad.

Se ha configurado -dice- la corresponsabilidad de la comunidad frente al desarrollo de la vida del templo. Incluso cuando las iglesias estaban cerradas hubo quienes colaboraban semanalmente con algún aporte o dejaban víveres.

Algunas parroquias han organizado hornados, pescados y pollos solidarios, y con eso se han ayudado a pagar los gastos básicos, que aún con las puertas vacías se debían cancelar.

En el momento, las 199 parroquias de la Arquidiócesis de Quito están abiertas y, poco a poco, los creyentes van regresando. Porque como dice Monseñor, “la Iglesia confía en la providencia divina y en que Dios nunca abandona”.

Suplementos digitales