Un estrecho encierro: la cuarentena en la isla más superpoblada de Colombia

Vista general de la isla Santa Cruz del Islote

Vista general de la isla Santa Cruz del Islote

Los lugareños caminan en una calle en la isla Santa Cruz del Islote, ubicada en el Caribe colombiano, frente a la costa del departamento de Sucre, el 17 de junio de 2020, durante la pandemia de covid-19. Foto: AFP

En medio del Caribe colombiano se levanta una de las islas más densamente pobladas del mundo. Alrededor de 500 personas viven en 0,01 kilómetros cuadrados. El distanciamiento social, vital en la pandemia, es casi imposible.

“Nosotros estamos aislados, lejos del virus, pero sí sentimos miedo (...) de que una persona contagiada llegue a la isla, nos infecte a todos y nos muramos todos”, dice a la AFP el guía turístico Adrián Caraballo, de 22 años.

Santa Cruz del Islote -o Islote como todos lo conocen- ha lidiado por décadas con la falta de un médico, agua potable o electricidad permanente. Más apiñada que en Manhattan, donde viven 268 personas en 0,01 kilómetros cuadrados, el equivalente a una hectárea, la población alivia las penurias cotidianas con ingenio y solidaridad.

Pero el nuevo coronavirus acecha. Con 50 millones de habitantes, Colombia registra más de 102 000 infecciones y 3 400 óbitos. Y a unas dos horas del Islote está la ciudad turística de Cartagena con una de las peores tasas de contagio en el país.

Antes de que el virus desembarque, los líderes de la isla instauraron un protocolo de cuarentena para cualquier lugareño que salga, pise tierra firme y vuelva a entrar.

Caraballo regresó de una cita médica “en el continente” y ahora pasa una prueba de 14 días sin síntomas en la isla vecina de Tintipán.

Suburbio sin ciudad

Un mar traslúcido de verdes y azules cerca este territorio de chabolas sin playa. En el centro está la plaza de la cruz. Alrededor, unas cien casas, un par de puertos y el colegio.

Para la antropóloga Andrea Leiva, “la pandemia revela problemas estructurales de tiempo atrás”.

Los isleños “generan soluciones autogestionadas, porque mantener un control de distanciamiento social en una isla hacinada es imposible, y sería una tarea casi ridícula sabiendo que ni siquiera hay agua potable”.

Aunque no se han hecho tests de detección del virus, los nativos aseguran estar libres de contagio. Adentro no hay mascarillas ni restricciones. Los niños corren por todas partes, los adultos juegan dominó, grupos de amigos conversan.

“De alguna manera, nos sentimos seguros en la isla”, apunta Caraballo.

Del turismo a la pesca

Alexander Atencio se despidió de sus estudiantes a comienzos de marzo, cuando Colombia registró el primer contagio. Se confinó en el pueblo de Tolú, a una hora en lancha, donde antes sólo pasaba los fines de semana.

El gobierno anunció la continuación del año escolar a distancia, pero el Islote “no está adaptado” para “una educación cien por ciento virtual”, explica el profesor.

Desde entonces, los alumnos reciben a domicilio guías didácticas que deben resolver y devolver en embarcaciones a los docentes para su calificación.

Para el Islote “no es nada nuevo el confinamiento pues siempre han vivido apartados”, según Atencio. Tampoco es “nueva la desidia o la falta de políticas públicas que respondan a sus verdaderos derechos”, agrega.

Los pobladores en la isla Santa Cruz del Islote dependían del turismo, como la principal actividad antes de la pandemia. Foto: AFP

El pueblo vive principalmente del turismo, uno de los sectores más golpeados por la pandemia. Hoteles, restaurantes y bares de islas aledañas cerraron. Con el desempleo “no circula la plata” y se estanca la economía, precisa la antropóloga Leiva.

Entonces “se han dedicado a la pesca para el autoconsumo, paradójicamente se rescató esa práctica tradicional (...) pero no es suficiente, porque ellos necesitan comprar otros insumos”, dice la investigadora con tesis doctoral sobre el Islote.

Adrián Caraballo es guía turístico y se graduaba este año del colegio. Ambos proyectos se interrumpieron, pero confía en que “tiempos mejores vendrán”.

Pobreza y generosidad

Gleisy Barbosa, hermana media de Caraballo, estudia seguridad ocupacional en Cartagena. Cuando se decretó la emergencia sanitaria, regresó a la vivienda familiar como muchos otros nativos.

“Como la cosa se estaba poniendo dura, mi mamá no tenía (plata) para mandar, me dijo que viniera para acá, y como en la isla todos somos unidos, si el vecino tiene, el vecino comparte”, dice la joven de 20 años.

Por el covid-19 “convivimos más, estamos más unidos, hablamos más el uno con el otro, el problema tuyo es mío”, dice Barbosa.

Cuando esa población flotante está en la isla, como en temporada de vacaciones, el censo puede aumentar a 700 personas, según Leiva.

Para la antropóloga “son una sociedad nacida en lo colectivo en términos de solidaridad”. Y ese “tejido social” les ayuda a sobrellevar mejor la pandemia que en “algunas ciudades más individualistas”.

Los isleños que pueden, por ejemplo, aportan dinero para que todos tengan luz en las noches. Aunque no siempre lo logran.

“Es una isla que no la cambio por nada”, asegura Caraballo. “Nosotros podemos correr hasta el último lugar del mundo, pero volvemos al lugar donde empezamos”, concluye.

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