En Ecuador hay 88 320 niños y adolescentes venezolanos pero 54 000 no van a clases

En el Centro Deportivo Municipal, juegan niños y adolescentes reunidos por Fudela. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO

En el Centro Deportivo Municipal, juegan niños y adolescentes reunidos por Fudela. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO

En el Centro Deportivo Municipal, juegan niños y adolescentes reunidos por Fudela. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO

El domingo 22, Loraine R. cumplirá 11 años. Su madre Mariela le ha anticipado que será su última Navidad en Ecuador. Después de eso volverán a Maracaibo. La niña -de voz dulce, con ese acento costeño que pasa por alto la letra s- no solo dejó Venezuela sino también la escuela. En sus 20 meses en Ecuador no ha ido a clases.

En un parque, en la Sancho Hacho, en La Rumiñahui, norte de la capital, el viento sopla fuerte. El cabello castaño de Loraine, atado en un cola, vuela alrededor de su cara. “Estoy acostumbrada al calor, me hace falta”. También admite que lo que más extraña es estudiar. “Ya se me olvidaron las matemáticas y lo que es leer”.

Hasta el 20 de agosto, según un informe del Ministerio de Gobierno, se registró la presencia de 349 097 ciudadanos venezolanos en el país. De ellos, 88 320 tienen entre 3 y 17 años. Pero solo 34 000 están en el sistema educativo; aproximadamente hay 54 000 fuera de las escuelas.

El primer dato es un cálculo de la Dirección Nacional de Migración, desde el 2014. Los demás son de la Cartera de Educación a este diciembre, proporcionados por Unicef.

Loraine cuenta que a su mamá la acaban de despedir de una clínica, donde laboraba como cocinera. En este año y ocho meses ha visto, por videollamada, llorar varias veces a su papá Roberto, electricista en Pdvsa. Él y sus hermanos, de 15 y 22, están en su tierra.

La niña, tras jugar fútbol con compatriotas, va por su sobrina de 1 año. Es hija de su hermana, de 20. Le sirve una bebida que le entrega la Fundación de las Américas (Fudela).

En esa cancha se hicieron amigos Andrés Castro y Eguis Rodríguez, de 11 años. Uno de Carabobo y otro de Barcelona.

Si pudieran cambiar su suerte, Andrés pararía el tiempo. “Estaría en mi país, en mi playita”. El 24 comerían hallacas de pollo, de chicharrón. “Aquí se dice chancho”, corrigen.

¿Por qué se fueron de Venezuela? ¿Lo saben? Eso es lo que más sabemos, responde Eguis. Andrés completa: “Por problemas económicos; no se podía vivir allá, había malandros”.

Andrés recuerda que en su escuela era popular porque jugaba de enganche, en el fútbol. Acá no ha sido inscrito en un plantel, pese a que lleva seis meses y medio. Vino con su mamá Estefanía; su tía Carolina y su hermano Diego, de 5.

“No tenemos los papeles, todos quedaron allá. Acá me iban a tomar un examen, pero la escuela nos quedaba muy lejos”.

Andrés se refiere a la prueba que se toma a los niños para ubicarlos en el año escolar correspondiente; tienen dos semanas para prepararse.

Verónica Escobar, presidenta de Fudela, comenta que algunos chicos venezolanos llegan al país luego del inicio de clases. Reitera que el Ministerio les brinda facilidades, como cambios de zona.

Pero si no tienen nada que hacer -anota- se exponen a riesgos de la calle. Frente a eso descubrieron que el deporte podría ser el pretexto para integrarlos, formarlos y darles un espacio de protección.

Melissa Castillo, de 20 años, es parte del equipo Fudela, que se encarga de buscar niños en las calles para sumarlos a su programa. “Es una tarea difícil, los vemos entre las personas que están en las esquinas vendiendo, en los semáforos; algunos padres ponen excusas”.

Los invitan a acudir los sábados, de 14:00 a 17:00, al Centro Deportivo Municipal de Iñaquito. Y los jueves, de 09:00 a 11:30 y de 14:00 a 16:30, a la cancha de La Rumiñahui.

Con el bebé Lucas de 11 meses en brazos, Ana Quiroga, de 30, espera por sus hijos en el complejo deportivo de la Amazonas y Atahualpa. Sentada en una banca le ofrece jugo de naranja. El 24 de agosto llegó a Tulcán junto con su esposo Jefferson, de 33, y sus otros hijos: Camila, Jonathan y Luciano, de 9, 8 y 6 años. Ninguno está inscrito en una escuela.

En Quito llevan un mes y medio. Fueron al distrito educativo norte, para averiguar si había cupos. A esta madre le gustaría que sus hijos estudiaran; mientras, los entretiene coloreando en el departamento, cuyo arriendo han ayudado a pagar organizaciones como HIAS y el Consejo Noruego.

Ella prepara tortas frías y su esposo las vende en la calle. En estos días esperan ir a un local de ‘Chamos Venezolanos’, en donde les dijeron que nivelan en conocimientos a los chicos.

Quito es la urbe que más ciudadanos venezolanos alberga, le siguen Guayaquil y luego Cuenca, Manta y Santo Domingo. En el país, cerca del 1% de la población estudiantil es extranjera. Hay 4,5 millones de alumnos; y 250 000 en edad de ir a clases están fuera del sistema; uno de cada dos tiene de 15 a 17 años.

Bárbara Méndez acaba de cumplir 15, lleva tres meses en Ecuador, viene de Ciudad Bolívar. Extraña a su papá y a su gato. Espera verlos pronto. Ella y su mamá temían que al no contar con su récord educativo la ubicaran en un ciclo inferior. Pronto llegarán sus papeles.

Sybel Martínez: ‘Debemos saber dónde están’
Rescate Escolar y Vicepresidenta del Consejo de Protección Der.

Necesitamos contar con un registro validado del número de niños y adolescentes extranjeros que ingresan al Ecuador. Y si se pudiera ir un poco más allá deberíamos hacer una especie de corredor de protección desde que salen de sus países y llegan a este territorio. La semana pasada le comenté la idea a Acnur. La propuesta surge porque, como Consejo de Protección de Derechos de Quito, recibimos denuncias de violencia contra niños venezolanos en el sistema educativo y creemos que hay un subregistro. Me dijeron que tenían siete casos de xenofobia en el Ministerio. Las organizaciones necesitamos saber cuántos están escolarizados y cuántos no, y saber dónde están, para hacer una real política pública de atención y de prevención. También es importante pensar en la idea de flexibilizar los requisitos para que ingresen a escuelas. La Convención de Derechos del Niño nos exige protegerlos más.

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