Cuando la deforestación transforma la Amazonía en un polvorín

Vista aérea del campamento tribal de Arado, en la tierra indígena de Arara, ubicada junto a la carretera Transamazonica (BR-230), entre las ciudades de Uruara y Medicilandia, en el estado de Para, Brasil. Foto: AFP

Vista aérea del campamento tribal de Arado, en la tierra indígena de Arara, ubicada junto a la carretera Transamazonica (BR-230), entre las ciudades de Uruara y Medicilandia, en el estado de Para, Brasil. Foto: AFP

Un pescador recolecta madera mientras prepara su bote para un viaje de pesca en el río Xingu en Vitoria do Xingu, estado de Para, Brasil. Según la ONG Imazon, la deforestación en la Amazonia aumentó en un 54% en enero de 2019. Foto: AFP

Con el fusil al hombro y gesto triste, Tatji Arara carga enormes troncos en un tajo abierto en la selva por traficantes de madera del estado de Pará, en el corazón de la Amazonía brasileña, donde se multiplican los conflictos por la tierra.

“Estoy aquí desde pequeño y nunca vi nada igual. Cada día cortan más árboles”, lamenta este cacique indígena de 41 años, que asegura que la deforestación aumentó desde que el presidente de ultraderecha Jair Bolsonaro llegó al poder el 1 de enero.

El mandatario dijo, alto y claro durante su campaña, que no entregaría “ni un centímetro más” de tierras para reservas indígenas.

Según la ONG Imazon, la deforestación en la Amazonía aumentó 54% en enero de 2019 -el primer mes de gobierno de Bolsonaro- respecto al mismo mes de 2018. Pará concentra el 37% de las áreas devastadas.

El territorio arara, donde viven cerca de 300 indígenas en un área equivalente a 264 000 canchas de fútbol, es considerado inviolable desde su demarcación oficial en 1991.

“Bolsonaro puso muchas culebras en la cabeza del pueblo. Muchos dicen que ahora que ganó, va a tomar la tierra de los indígenas, pero no lo vamos a permitir”, afirma Tatji Arara, vestido con una bermuda y una camiseta del Flamengo, el club de fútbol más popular de Brasil.

“Si (las extracciones ilegales de madera) continúan, nuestros guerreros dicen que pueden llegar con sus arcos y flechas y puede haber muertos. El indígena puede morir protegiendo el territorio, pero también puede matar”, sostiene.

Vista aérea del campamento tribal de Arado, en la tierra indígena de Arara, ubicada junto a la carretera Transamazonica (BR-230), entre las ciudades de Uruara y Medicilandia, en el estado de Para, Brasil. Foto: AFP

En una carta enviada en febrero a la fiscalía local, los arara afirmaron que los ancianos de la tribu estudiaban la posibilidad de “hacer justicia con sus propias manos”, evocando un ritual ancestral que consiste en fabricar una suerte de flauta, denominada Tididi, “con el cráneo de los invasores”.

Miles de indígenas brasileños participarán desde este miércoles 24 de abril del 2019 hasta el viernes en Brasilia en la marcha anual por sus derechos, que este año estará centrada en la denuncia de las políticas de Bolsonaro.

'No entienden nada'

Las tierras arara están en Altamira, un municipio más grande que Portugal, de unos 110 000 habitantes.

Las comunidades ancestrales se han visto fuertemente afectadas por la faraónica hidroeléctrica de Belo Monte, que será la tercera más grande del mundo cuando concluyan las obras a fin de año.

Decenas de personas fueron desplazadas y el ecosistema local se vio afectado.

Fue también en Altamira que el régimen militar (1964-85) inauguró en 1970 la carretera Transamazónica. Inconclusa, esta ruta que buscaba atravesar “el pulmón del planeta” de extremo a extremo dejó una cicatriz de más de 4 000 km a través en la jungla.

La placa que conmemora la inauguración fue instalada junto a un verdadero monumento a la deforestación: la base de un enorme árbol talado de castaño de Brasil (Bertholletia Excelsa).

Este árbol, uno de los más imponentes de la floresta, produce castañas y su recolección es una de las principales fuentes de ingreso de Tatji Arara.

Cuando el cacique ve un bidón de 200 litros de diésel abandonado en un claro, su sangre hierve: le dispara con su fusil y el combustible se esparce por el suelo.

El jefe indígena de Arara, Tatji Arara, de 41 años, patrulla con un rifle las tierras indígenas, en el estado de Pará, Brasil, el 13 de marzo de 2019. Foto: AFP

Unos 500 metros más lejos, le apunta a un camión azul -medio calcinado- que servía para el transporte de la madera. El vehículo fue incendiado en febrero por unos 60 indígenas.

A partir de la Transamazónica, aun sin asfaltar y convertida en un camino de tierra roja, los traficantes de madera se adentraron varios kilómetros en la selva.

Equipados de maquinaria pesada, devastan la vegetación a su paso y ni siquiera se apuran a llevar su botín, porque a menudo esperan que los troncos sean cortados para llevárselos discretamente otro día.

“Cuando los sorprendemos, dicen que esta tierra no tiene dueño, que el indígena es burro y no entienda nada, porque quiere tener mucha tierra y no cultiva soja”, cuenta Tatji Arara.

'Escalada de tensiones'

En Brasil, las 566 tierras indígenas delimitadas representan más del 13% de la inmensa superficie del territorio nacional. El derecho de los pueblos ancestrales a la tierra fue reconocido por la Constitución de 1988.

La ley prohíbe cualquier actividad que amenace el modo de vida tradicional de las poblaciones, principalmente la explotación minera y la tala de árboles.

Pero el ministro de Minas y Energía, Bento Albuquerque, dio a entender a inicios de marzo -durante un encuentro con inversionistas del sector minero en Canadá- que el gobierno de Bolsonaro podría poner fin a esas restricciones, que, según él, “favorecen las actividades ilegales”.

“Estamos presenciando una escalada de tensiones y los indígenas son, a menudo, obligados a sustituir al poder público, cuyos efectivos son muy limitados”, lamenta el fiscal local Adriano Augusto Lanna de Oliveira, que teme un baño de sangre en la región.

“No es deseable que los indígenas actúen como policías o como organismo ambiental (...), porque muchas veces esas confrontaciones acaban diezmando a los pueblos indígenas”, afirma el fiscal de Altamira, Paulo Henrique Cardoso.

Los conflictos por la tierra en esta región ya dejaron varias víctimas entre los defensores de los derechos humanos, como Dorothy Stang, una misionera estadounidense asesinada en 2005.

'Sangre y lágrimas'

“Altamira es una ciudad anegada por la sangre y las lágrimas”, declara Antonia Melo, coordinadora de colectivo de asociaciones “Xingu vivo para sempre”.

“Lamentablemente, todo lo que ya estaba mal por el proyecto de Belo Monte, que acarreó numerosos impactos irreversibles, está poniéndose peor”, lamenta esta mujer de 69 años, que guarda en su escritorio fotos de Dorothy Stang y otros activistas asesinados.

“Bolsonaro se eligió incitando al odio y a la violencia (...) Ahora, con Bolsonaro, los ocupantes ilegales de tierras, los taladores y los hacendados están mostrando su poder”, denunció.

El 12 de marzo, el ministro de la Secretaria del Gobierno, Carlos Alberto dos Santos Cruz, se reunió en Altamira con jefes indígenas y prometió que pediría a Brasilia refuerzos a la policía y a los organismos ambientales para luchar contra la tala ilegal.

Consultado por la AFP, el ministro negó que el discurso de Bolsonaro hubiese estimulado las incursiones en tierras indígenas.

“El discurso del presidente Bolsonaro todo el tiempo fue de respeto a la ley, respeto a los valores tradicionales brasileños. La interpretación de eso como libertad para hacer cualquier cosa equivocada es una interpretación criminal, absurda, de gente interesada en hacer las cosas mal (...). Eso es un absurdo”, afirmó.

Surara Parakana, un cacique que llegó con el rostro decorado con pinturas tradicionales de color negro a la reunión con el ministro, es escéptico y reclama medidas concretas.

“El gobierno tiene que actuar, porque el oxígeno (de la selva) no sirve solo para nosotros, los indígenas, sirve para el mundo entero”.

Suplementos digitales