Coronel Fausto Flores: ‘Perdí mis piernas en un ataque peruano; le pedí al presidente Sixto Durán Ballén que no me saquen de las FF.AA.’
Fausto Flores, excombatiente del Cenepa, perdió sus piernas en la guerra del Cenepa. Foto: Video Captura
Un pan grande con una vela fue el regalo para los que cumplimos años durante el conflicto con Perú, en el Cenepa. El 27 de enero, un día después del inicio de las hostilidades, fue mi onomástico 25. Mi trabajo era interceptar comunicaciones del enemigo para saber lo que estaban realizando y dónde se encontraban. No estaba directamente en el frente de batalla.
Mi tarea fundamental era obtener las comunicaciones del Perú. Entre sus diferentes comandos y las patrullas que entraban al valle del Cenepa. Eso lo hacíamos desde el sector de Gualaquiza y desde Patuca.
El 31 de diciembre salí con vacaciones. Y regresé el 15 de enero. Nos adelantaron más y ya ocupaba el Puesto de Observación 1 de Cóndor Mirador, en la cordillera del Cóndor.
El 13 de febrero hubo un cese al fuego. Aproximadamente a las 16:00 entraron abastecimientos. A los tiempos llegó arroz, queso, algo de carne, tostado. También entraron los periodistas. Yo estaba hablando con un argentino. Desde ese sector se podía observar los destacamentos de Soldado Pastor. Les estábamos explicando cuál era la situación en la guerra.
A las 16:30 se escucharon fuegos de mortero más abajo en una base llamada Cenepita, comandada por el teniente Jairo Yépez. Como era un ataque, lo que hice fue organizar mi equipo para que continúe trabajando en la receptación de comunicaciones.
Cogí mi fusil y bajé para saber si el oficial requería apoyo. Unos conscriptos que llegaron a nuestro destacamento a dejar raciones también se disponían a regresar a su base. No tenían armamento así que los escolté.
Cuando llegamos se escuchaban las balas. El teniente Yépez me pidió que colabore para perseguir a los peruanos que se estaban retirando. Con un equipo fui a la persecución. Llegamos a un sector límite. Se conocía que más allá había tropas enemigas
Como comenzaba a oscurecer ordené el repliegue de mi gente. Conmigo estaban el sargento Villa, el soldado Vinueza y varios conscriptos. Cuando estábamos de regreso escuché: ¡cuidado mi teniente!
Observé cómo un cohete se aproximaba. Era un RPG (proyectil ruso antitanques) que se enterró debajo de mí porque estábamos en una pendiente. Explotó.
Yo volé hacia abajo, donde había un campo minado. Caí sin mis dos piernas. La pierna izquierda quedó despedazada y la derecha todavía tenía pedazos de piel y músculos. La gente salió herida. Muchos de los conscriptos salieron heridos. El sargento Villa automáticamente organizó una forma de sacarme del sector.
El mandó un emisario hacia el lugar donde estaba el teniente Jairo Yépez para que envíe ayuda. Él, a su vez, habla con mi coronel Aguirre que estaba más arriba y entre ambos formaron un equipo de rescate para sacarnos a todos del lugar.
Llegamos luego de dos horas a la base Cenepita. No nos pudieron rescatar en helicóptero porque había mucha vegetación. Veíamos a la nave, sentíamos el viento que se generaba por el movimiento de sus aspas, pero fue imposible.
El coronel Aguirre tomó la decisión de que nos envuelvan como un rollo, nos amarren a la camilla y nos saquen a pie. En la base de Cóndor Mirador las cosas se dieron como un milagro y estaba lista una ambulancia. El médico que estaba atendiendo trató de ponerme una inyección y no lo logró. Me daba agua.
Mientras esperábamos al equipo que tenía que sacarnos de la base a Cóndor Mirador, otra vez hubo un ataque. Obviamente toda nuestra gente estaba en los sectores combatiendo. Junto a mí había un conscripto cuyo uniforme era impecable y su piel era sumamente blanca.
Yo le decía “ve soldado a defender el puesto”. Él me decía “no mi teniente, usted aquí no se me muere” y se ponía encima para protegerme de las balas. Se oían los disparos zumbar.
La noche del 13 dejé la zona. Llegué la madrugada del 14 de febrero a un policlínico de Gualaquiza. Ahí, el doctor Iturralde que era el jefe médico me amputó las dos piernas. Antes, cuando me preparaban para la cirugía, perdí la consciencia.
Lo último que recuerdo ante de la operación es que una enfermera me cortaba todo el uniforme y en un momento quiso quitarme el escapulario que me dio mi esposa antes de la guerra. Yo le dije que no. Porque si me cortaba me moría. Me lo dio mi esposa.
Al otro día, me llevaron al Hospital Militar, llegué el 14 de febrero. Me recibió mi esposa y mis padres y me tuvieron en cuidados intensivos.
A veces me preguntan por qué no me retiré. El hecho de estar herido no era una justificación para decir que ya no podía continuar sirviendo a mi país. En aquella época el Reglamento de las Fuerzas Armadas decía que los discapacitados teníamos que salir del Ejército.
Cuando estuve en el hospital, el señor presidente Sixto Durán Ballén me fue a visitar con los jefes del Estado Mayor (jefes militares). Saludaron a mi esposa y luego a mí. Le conté lo que me pasó y me dijo que le pida lo que yo quisiera. Le dije, señor Presidente, somos heridos, hemos perdido algún miembro, pero todavía podemos servir. No nos boten. Él respondió: hecho.
A los pocos años de terminar su mandato cambió la Ley para que los heridos en combate puedan continuar. Fui condecorado con la Cruz de Guerra en el grado de caballero.
Me mantengo físicamente. He corrido la maratón de Nueva York. He participado en la carrera Últimas Noticias, y también en Nuestros Héroes. Por situaciones de trabajo, últimamente, colaboro con mi general Burbano en la Dirección de Inteligencia del Comando Conjunto
Nunca cuestioné lo que me pasó. La preparación militar le hace a uno pensar y mantener en su mente que los trabajos de peligro le pueden costar la vida. Es parte de ese sacrificio. Incluso tenemos una pequeña tradición en la vida militar. Antes de embarcarnos a nuestros vehículos, aviones o buques se escribe una carta a la familia por si acaso uno nunca vuelva.
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