Después del cierre de los burdeles, las trabajadoras sexuales se ven obligadas a trabajar en la calle. Foto: Jenny Navarro/ EL COMERCIO
Más de 300 burdeles de Quito han sido cerrados por la Intendencia de la Policía. En el último, el 155 ubicado en la calle Zamora y De La Prensa, la Policía encontró 90 chicas, quienes fueron desalojadas la noche del miércoles 13 de mayo.
¿Qué hacen después de las clausuras? ¿Cómo trabajan? Tres jóvenes que laboraron en el club nocturno Café Rojo, uno de los más famosos de Quito, cerrado en febrero pasado, cuentan su realidad. Pamela, Alejandra y Adriana ejercen la prostitución desde hace años. Ninguna sobrepasa los 30 años. Aceptan hablar con este Diario a cambio de usar nombres ficticios y no tomar fotos de sus rostros.
Pamela cuenta que desde hace tres años labora en el Café Rojo, pero tras su cierre trabaja directamente con los clientes. “Me llaman por teléfono y pactamos una cita. Ahora nos toca ir a hoteles, parques o a donde sea que nos lleven”, asegura. Su mayor temor es que le pase algo. “Nunca sabes con qué persona vas a estar, algunos son hombres malos o violentos”, indica.
Su amiga Paola, también cuenta que ahora negocia directamente con clientes que la llaman a su celular. Una vez, uno de ellos le llevó a un sitio alejado y luego de tener relaciones sexuales no quiso pagarle lo acordado. “Yo he estado en muchos lugares, pero todos a donde voy cierran, no sé qué hacer porque tengo un niño que mantener”, dice Alejandra.
Las tres son madres solteras. Alejandra tiene un niño de 10 años, Pamela tres pequeños y Adriana dos y también está a cargo de dos hermanos menores. Ella además estudia en la universidad y sus hijos no saben sobre su trabajo. Les dice que es bailarina y que solo hace por algunas horas.
Una de las razones por las que para ellas este trabajo es rentable es porque todas son madres y por las mañanas cuidan de sus hijos, pero en las noches visten tacones y se dedican a seducir a clientes. Otra razón es el dinero. Por dos horas o tres de trabajo pueden ganar USD 100.
Pamela laboraba hasta 3 horas, a veces solo hacía USD 50 al día, pero para ella ese dinero es suficiente para pagar la colegiatura de sus hijos y su carrera en Administración. “Queremos una solución, que no nos cierren nuestros lugares de trabajo porque nos perjudican y si algo está mal, que primero sancionen, pero no cierren”, pide Alejandra.
Las tres mujeres coinciden que trabajar en un centro de tolerancia es menos indignante y más seguro que en la calle. “Acá hay precios, hay cámaras de seguridad en los camerinos y no tenemos que exponer la vida en la calle. A una amiga le llamaron para dos horas, pero esta persona le intentó robar el celular”, cuenta Alejandra.
Adriana en cambio dice que el cierre las ha obligado a viajar a otras provincias. Sus amigas están en la Costa, también ella fue para el Oriente, pero asegura que en ninguna ciudad se gana mejor que en Quito. Dicen que en la capital los burdeles son más organizados, en su logística, limpieza, pagos, control y seguridad que en cualquier ciudad pequeña.
“Yo trabajé seis años en el Café Rojo, para mí era uno de los lugares más serios y en donde respetaban nuestros derechos como trabajadoras”, dice Alejandra.
Ahora, con los burdeles clausurados, las tres esperan que las dejen trabajar. Mientras tanto van a seguir buscando clientes por su cuenta y en la calle…