Pabla Reyes y su hija María Borbor, artesanas de Barcelona, guardan luto por su esposo y padre, Mauro Borbor. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
Un instrumento musical que nadie más sabe tocar en la familia. Eso es lo que atesoran los deudos de dos reconocidos músicos de Libertador Simón Bolívar, en Santa Elena, parte de los 20 fallecidos de esta comuna en el marco de la pandemia de covid-19.
Honorato Barzola de la Cruz, de 70 años, requintista y cantante de pasillos, era además constructor de guitarras de caña guadua, un material utilizado en la Península desde tiempos prehispánicos. Murió a causa del coronavirus el pasado 16 de abril. Su familia cree que se contagió en una gira de presentaciones en el cantón Pedro Carbo (Guayas).
Gerónimo Lainez Lainez (95 años), violinista y cantor, un ícono de la poesía popular de Simón Bolívar, recitaba amorfinos cuyo recuerdo alegra ahora un tanto a sus familiares. Falleció el 16 de abril, complicado por enfermedades preexistentes. Su violín es conservado como una reliquia en una caja de vidrio y madera en casa de su hija.
En Santa Elena, las víctimas en su mayoría han sido adultos mayores, contagiados o afectados indirectamente por el colapso del sistema de salud entre marzo y mayo, en lo peor de la emergencia sanitaria.
En un territorio de cosechadores y artesanos de paja toquilla, pescadores, comadronas, alfareros, constructores de muebles o guardianes de la tradición oral, ello significa un menoscabo de memorias y saberes de una población ligada a un pasado ancestral.
En unos casos los oficios y el conocimiento fue trasladado a las nuevas generaciones; en otros, los saberes se fueron de forma irremediable.
Dagoberto Barzola, ebanista de muebles de bambú e hijo del requintista de Simón Bolívar, dice que su padre nunca quiso que ninguno de sus hijos incursionara en la bohemia de la música, y nadie siguió sus pasos. Honorato Barzola murió en su casa ante las deficiencias de la atención médica.
“No pensé tener que cargar a mi papá así, lo que permitía la ley era que un vehículo nos llevara cerca del cementerio en lo alto del cerro, con solo 10 personas. Amigos que no eran sepultureros se encargaron de cavar la tumba en un terreno pedregoso”, contó Dagoberto.
Un montículo de tierra y una cruz en el alto desde donde se divisa el océano, fue en principio la tumba. Con los meses, los hijos le construyeron un sepulcro de cemento. Y el pasado 16 de octubre, seis meses después, los familiares y amigos le rindieron un homenaje póstumo al requintista y luthier, miembro de la Casa de la Cultura, núcleo de Santa Elena.
Darío Lainez, de 72 años, uno de los hijos del también mentado violinista y amorfinero, ahora intenta sacarle notas al viejo violín de su padre. Ninguno de los seis hijos varones y dos mujeres aprendió a tocar.
Emerita Barzola, nuera del fallecido, recita de memoria versos que cantaba el amorfinero: “Si su mujer es celosa, dele a chupar caramelo/ que chupando el caramelo/ no se acuerda de los celos”.
En Valdivia y San Pedro, comunas vecinas del norte de la provincia de Santa Elena, la pandemia arrebató las vidas de dos de los comuneros que participaron en las excavaciones arqueológicas de 1956, dirigidas por Emilio Estrada Icaza, y que permitieron el descubrimiento de la cultura Valdivia (3800 – 1500 a.C.).
En el hallazgo histórico intervinieron Arcenio De la Cruz Limón (78 años) y Marcelo Juvenal Malavé de los Santos (88 años). Ellos fueron parte de los 40 fallecidos en Valdivia y 33 en San Pedro, en su mayoría adultos mayores, en lo peor de la crisis sanitaria.
Malavé de los Santos murió el 11 de junio por un paro cardiorespiratorio, con sospecha de covid-19. Él comenzó en las excavaciones de los años 50 en Valdivia -en los predios donde ahora está el museo de la comuna-. Fue una carrera de 40 años como técnico y ayudante de campo. Ese trabajo lo llevó por los centros ceremoniales más importantes de la Costa, incluido Real Alto, con arqueólogos como Emilio Estrada Ycaza, Jorge Marcos, Julio Viteri o Presley Norton.
Javier Malavé y su hermana Julia con una foto de su padre, Marcelo Malavé, partícipe del hallazgo arqueológico. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
“Tanto le apasionó este trabajo a mi padre, que por la arqueología tuvimos que emigrar como familia a Salango, y nos movimos por Puerto López, Machalilla y Agua Blanca, en Manabí. Estuvimos trabajando un año en la Isla de la Plata”,recuerda Javier Malavé, de 68 años, quien trabajó con su padre en excavaciones.
El legado de lo que Estrada con los comuneros encontraron en el barrio La Tola de la comuna Valdivia está en el museo comunitario, donde además se exhiben como homenaje póstumo fotografías de los fallecidos en la pandemia.
“Algunos no tuvieron la mejor de las despedidas, en ocasiones hubo que utilizar las tablas de su propia cama para construir las cajas y fueron sepultados sin ceremonias y con poco público”, describió Alex Poveda, de 34 años, uno de los impulsores del homenaje.
Él es familiar del también fallecido en la pandemia Arcenio De la Cruz, quien participó en los hallazgos valdivias en 1956 y 1957. “Con ellos se nos fue parte de la memoria del descubrimiento, lamentamos no haber podido documentar esas experiencias”.
En la comuna de Barcelona, por su parte, uno de los más grandes centros de producción de paja toquilla del país, lloran la muerte de al menos 23 personas durante la emergencia sanitaria, unos 14 eran adultos mayores. Se cuentan trabajadores ligados a la cosecha de la toquilla en las faldas de la cordillera Chongón-Colonche, al proceso de preparación, cocción y secado de la paja o al propio tejido artesanal.
María Borbor Reyes, una tejedora de 51 años, vio morir en menos de un mes a cuatro familiares por contagios o por falta de atención médica. Entre ellos, su tío Andrés Borbor (74 años), quien murió el 7 de abril; y su padre, Mauro Borbor (72), fallecido el 29 de abril.
Mauro Borbor, quien se dedicaba a la cosecha de toquilla, era diabético, sufría insuficiencia renal y no pudo ser trasladado para sus diálisis en ese aciago abril de tantas muertes.
Andrés, en cambio, trabajaba en el procesamiento y comercialización de la paja -la llevaba a la provincia de Azuay- y se presume que volvió contagiado de uno de esos viajes.
Juana Lainez, Darío Lainez y Emerita Barzola, familia del amorfinero Gerónimo Lainez en Libertador, Simón Bolívar. Foto: Enrique Pesantes / EL COMERCIO
En los portales de las casas de la comuna cuelgan por estos días las fibras para el secado de la toquilla. En la casa comunal, las artesanas que tejen bolsos, sombreros o llaveros procuran también trasladar sus conocimientos a las nuevas generaciones.
“Sabemos que la vida es prestada, que en cualquier momento nos vamos y hay que dejar enseñado a la gente más joven”, dice María, de luto y con una mascarilla blanquinegra.