Un partido de fútbol, un juego de cartas, una charla y a veces un vaso de café calentaron las noches de cientos de chicos esta semana. Las largas filas afuera de los colegios de Quito no solo tuvieron a los padres, sino también a sus hijos que buscaban un cupo para el octavo de básica.
Tras 15 días de dormir en la vereda que rodea el colegio Mejía, Jimmy Maila, de 12 años, buscó una alternativa para estar más cómodo. Uno de esos días en que regresó a su casa para cambiarse de ropa, encontró los desechos de una gigantografía, unas tiras de madera y retazos de cartón. Con esos materiales retornó al sitio de vigía e improvisó un pequeño campamento.
Hace dos semanas participó en la protesta para que se respetara el sorteo electrónico de los cupos para 8° de básica, pero desistió. Él y su familia dejaron las protestas y se sumaron a la fila para inscribirse. Mañana deberá registrarse en el colegio, según el cronograma que presentó el Ministerio de Educación.
Pero en el Mejía solo quedan 12 cupos disponibles. Jimmy confía en que logrará estudiar en ese plantel, porque está entre los primeros de la fila. “He pasado aquí y también he conocido a otros que quieren entrar”. Pero el día que jugaron fútbol, el pequeño de ojos rasgados no estuvo.
La noche del jueves, sus nuevos amigos le pidieron que saliera, pero él quería dormir, eran las 22:30. “¡Cierren la ‘lanfor!’, ya no hay cupos”, gritaba a manera de broma, desde su pequeña choza de plástico. Junto a esta, Eduardo Guadalupe y Bryan Oña aguardaban a que saliera su amigo.
Los dos, con mirada inquieta, conversaban sobre lo que significa estudiar en ese centro. Eduardo, arrodillado en la vereda, decía que prefiere estar en el ‘Patrón’ Mejía. Mientras que Bryan, sentado al lado, contestaba con seguridad: “El Mejía se destaca por sus materias y profesores. La educación es excelente”.
Mientras ellos intentaban acelerar el tiempo con ese tipo de charlas, al otro lado de la ciudad, en el sur de Quito, cuatro amigos hacían lo mismo. Marlon Moreno, José Yánez, Bryan Ácaro y Luis Tarqui se conocieron durante esta semana, que estuvieron en vigilia para conseguir un cupo en el colegio Montúfar.
El miércoles 4, Luis esperaba ser “un lechero”, como se conoce a quienes estudian en el Montúfar. “Es que este colegio está cerca de la Pasteurizadora”, bromeó. El pequeño lucía un par de zapatos de cuero café, más grandes que el tamaño de su pie. “Yo dije: ‘Ya entré al Montúfar’ y me topo con las bullas”, señaló, en referencia al día en que los padres de familia ocuparon a la fuerza el colegio para protestar.
Su nuevo amigo José se cubrió del frío con cobijas y durmió sobre moquetas de caucho. “Yo estoy aquí para defender mi cupo, para estudiar lo que quiero: Químico Biólogo”, afirmó.
Igual que el pequeño Marlon, quien dijo que ya tenía listos los exámenes médicos para ingresar al Montúfar, donde estudia su hermano mayor. Pasar estas noches en la calle, señala, ha sido toda una aventura. “A veces es divertido y a veces no. La calle está llana, todo tranquilo, no hay tele. Los grandes no dejan de roncar ni cuando llueve”.
Pero el clima fue lo de menos para Lizeth Aguirre, de 11 años, y su madre María Yanacalle. Sentadas en la vereda del Colegio Gran Colombia y cubiertas por un edredón de ositos, contaron su odisea. La niña hizo fila en el Colegio 24 de Mayo, luego en el Manuela Cañizares y al ver que tampoco alcanzó a inscribirse en el Idrobo, acudió al Gran Colombia. “A mí no me gusta quedarme solita en la casa, por eso vine a acompañarle a mi mami”.
Junto a ellas, Natalia Chanaluisa y su madre María Azogue intentaban dormir. Ellas buscaron un cupo en el Simón Bolívar y cuando estaban a punto de ingresar un policía les dijo que ya no quedaban plazas. Su último chance, dijo, es el Gran Colombia. Después de que consiga un cupo, espera disfrutar de los días que le quedan de vacaciones.
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