Las marchas de ‘sobrevivientes’ del abuso han proliferado en EE.UU. Foto: AFP
Las princesas son unas ‘boludas’ (término utilizado en Argentina y otros países de Sudamérica para decir ‘tontas’). Así reflexionaba hace cinco años la pequeña Miranda Rudnick, en ese momento de 7, respecto de que ya está muy avanzado el siglo XXI como para esperar que llegue un príncipe a rescatar a la mujer, como le ocurrió a Blancanieves o a Rapunzel. Más de 4,5 millones de personas asistimos a su discurso en YouTube, y la niña se volvió un fenómeno viral que ganó muchos aplausos, pero también un sinnúmero de críticos o, hablando en el idioma de las redes sociales, ‘haters’.
Más allá de la anécdota, esta microhistoria del ciberespacio resume lo que ha sido una dinámica de siglos: mujeres objetando el statu quo y alzando la voz, gente que se une a su ideal y detractores, en gran número de su mismo género, que les han atribuido epítetos que han ido desde brujas hasta feminazis.
A estas alturas del partido, nadie niega el valor de la mujer más allá de los tradicionalmente asignados por la sociedad patriarcal. Solo para poner un ejemplo, un análisis del Fondo Monetario Internacional (FMI), a inicios de año, proyectó que emparejando la participación laboral femenina con la masculina, se podría disparar en un 7% el Producto Interno Bruto de China, y hasta un 27% el de India.
Pero decirlo es fácil; llevarlo a la práctica ya es otra cosa. El rol de la mujer en distintos círculos e industrias ha guardado por años muchos muertos en el baúl, y en la última década sus protagonistas empezaron a sacarlos. La primera finalidad fue castigar a los culpables; la otra, y más importante, generar una conversación de todos como sociedad, para crear de esta forma un gran cambio cultural.
En el 2006, la activista estadounidense Tarana Burke utilizó en la entonces popular red social MySpace la frase “me too” (“yo también”) como parte de una campaña para promover “empoderamiento a través de la empatía” entre mujeres negras que experimentaron abuso sexual. Fueron las palabras que no se sintió capaz de decir a una niña de 13 años que le confió que había sido abusada sexualmente.
Sin embargo, estas dos palabras recién calaron en las masas que navegan por Internet el 15 de octubre del 2017, a las 13:25, cuando la reconocida actriz Alyssa Milano llamó en su cuenta de Twitter a utilizar la etiqueta #MeToo a quienes hubiesen sufrido acoso sexual en su lugar de trabajo. Todo esto a raíz de las escalofriantes denuncias contra el poderoso productor de cine Harvey Weinstein.
A partir de ahí, parecía como si una mordaza cayera en ámbitos muy distintos al del entretenimiento. Este ha sido un año en el que saltaron miles de denuncias, que iban desde comentarios lascivos hasta violaciones en universidades, Ejército, Wall Street, la Iglesia y hasta el mismísimo Congreso de Estados Unidos. Para cuantificar la magnitud del problema, la Organización Mundial de la Salud le puso una cifra: una de cada tres mujeres en el mundo es víctima de violencia sexual.
Aunque aún es muy pronto para cortar de tajo un árbol con raíces tan afianzadas, los primeros resultados ya se empezaron a ver. En septiembre, al actor Bill Cosby se le cayó la máscara del personaje bonachón del horario estelar de su país y fue condenado a pasar su vejez en la cárcel, luego de años de denuncias de sus víctimas, por lo que la abogada Gloria Allred le dijo al diario El País, de España, que “#MeToo entró en el juzgado. Ya no es solamente una etiqueta”.
Menos de tres meses después, la confirmación como miembro vitalicio de la Corte Suprema de Justicia de EE.UU. del juez Brett Kavanaugh a pesar del escándalo de supuestos abusos sexuales en su juventud, fue la muestra de que todavía queda mucho camino por andar.
Y así como la víctima y activista Samantha Corbin es optimista al pensar que “la estructura de poder que silencia a las mujeres está siendo eliminada”, hay detractores que afirman que quienes acusan no tienen pruebas, y que el movimiento en sí se cae porque quienes participan en él no tienen objetivos claros ni buscan incidir en las leyes para combatir el acoso y el abuso y busca más bien centrarse en casos específicos.
A pesar de las críticas, el #MeToo se dispersó a otras naciones y su alcance pudo sentirse en países tan lejanos como Corea del Sur, si bien los analistas consideran que es en el mundo musulmán donde las prácticas que originan este movimiento serán mucho más difíciles de erradicar.
Este sentido de que las mujeres animan a otras a romper el silencio se vio reflejado en un escenario distinto, cuando en Argentina se debatió en el Senado la despenalización del aborto en agosto pasado. La etiqueta #NiUnaMenos invocaba el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, sobre todo en casos de embarazos por violación.
Pese al apasionado embate de los movimientos conservadores y pro vida, miles de mujeres salieron a las calles a exigir el fin de muertes por abortos clandestinos y de encarcelamientos por intentos fallidos de acabar con una gravidez. Y no era difícil encontrar en las redes sociales mensajes que decían “yo no he abortado ni pienso abortar, pero defiendo tu derecho a decidir si hacerlo o no”.
Los millones de retuits y ‘likes’ no garantizan que un movimiento como el #MeToo perdure en el tiempo, pero lo que sí se podría decir es que abrió la puerta para que se hable un poco más fuerte sobre temas que todavía permanecen bajo el tapete.
Si Malala Yousafzai puso el dedo sobre la llaga de la desigualdad de género en la educación de Pakistán, hace un par de meses Michelle Obama invitó a hablar más abiertamente sobre los problemas de fertilidad, luego de confesar que tuvo a sus hijas a través de fecundación in vitro.
Hasta Disney busca apoyar el empoderamiento femenino a través de su campaña ‘para que las niñas no quieran solo ser princesas’. Y quienes hoy criamos una niña en casa ya buscamos cuentos donde nadie espera que la rescaten…