Votaciones en el colegio Montúfar de Quito, el 24 de marzo último. Foto: Archivo EL COMERCIO
En alguna de sus páginas, Benjamín Carrión recordaba que el notable periodista mexicano Félix Palavicini se encontraba en 1920 como embajador de su país ante el Gobierno británico, y un día el Subsecretario de Relaciones Exteriores le dijo con sorna al saludarle: “¿Y cuándo podrán los mexicanos cambiar de presidentes sin mandarles al patíbulo o al destierro?”, a lo cual Palavicini, que venía de una larga y sangrienta revolución, respondió cortésmente: “Esta semana visité la Torre de Londres y he comprendido que aún nos falta cometer muchos crímenes, antes de alcanzar un sistema como el inglés”.
Y como el Subsecretario hizo un gesto de contrariedad, agregó: “Los periódicos de Londres dicen que este año el Parlamento inglés va a cumplir mil años; nosotros apenas tenemos 100 años de vida autónoma”.
Picante y precisa, la anécdota se explica por sí misma y condensa en su agudeza la enorme distancia que existe entre la experiencia histórica de las democracias europeas y la de las iberoamericanas. Mientras aquellos nos miran por encima del hombro y se escandalizan ante nuestras democracias de pacotilla, nosotros les recordamos que toda su historia chorrea sangre, y lo hace en nombre de Dios y de los reyes.
Pero la juventud de nuestra democracia no puede servirnos de consuelo. Cuando nuestros antepasados se reunieron en Riobamba para redactar nuestra primera Constitución, llevaban en su cabeza el modelo de Francia e Inglaterra, cuya filosofía habían aprendido en la Universidad de San Gregorio.
El tiempo y los tropiezos, sin embargo, les llevaron a comprender que el sueño de igualar a los países que nos sirvieron de modelo, era un sueño imposible por el carácter propio de nuestra sociedad, tan distinta de aquellas. Limitaron, por tanto, sus esfuerzos, al menos en el nivel de las palabras, a buscar la libertad y el progreso. Sin embargo, insisto, lo hicieron en el nivel de las palabras, porque es inevitable admitir que en el nivel de los hechos fueron fabricando exactamente lo contrario.
A 189 años de nuestra fundación, la pobreza, la falta de horizontes, la insalubridad y la ignorancia de la mayoría, contrastan de manera ofensiva con la opulencia de la ínfima minoría, configurando aún el mapa de la sociedad que hemos formado sin equidad ni justicia; y para que todo esté completo, en el concierto de los países iberoamericanos no ocupamos, ciertamente, los primeros lugares.
Incómodas verdades, por supuesto, pero es menester decirlas siguiendo el ejemplo que nos diera Espejo en su Discurso a la Escuela de la Concordia. Atrapados en nuestras propias flaquezas, con tradiciones culturales diferentes que se han negado mutuamente, sin bases firmes para asentar el edificio del estado, hemos cargado a cuestas un remedo de organización republicana y democrática cuando la mitad de nuestra población no sabía leer y la otra mitad, aunque podía, nunca adquirió la costumbre de hacerlo.
Por eso hemos andado a tumbos por la historia, inventando “revoluciones” cada veinte o treinta años, volviendo a cero en cada cambio de gobierno, conspirando todos contra todos y representando el sainete de una política muy rica en ambiciones, pero muy pobre en ideas.
Ante un panorama tan deprimente es necesario preguntarnos dónde están las causas de este endémico mal que en dos siglos apenas ha podido llevar a nuestra democracia a un sistema de elecciones generales cuyas condiciones políticas permiten, por ejemplo, que participen miles de candidatos y centenares de organizaciones que se llaman a sí mismas “movimientos”, cuya política consiste en combinar la religiosidad popular con un mercantilismo mal disimulado.
Muchas son, por cierto, las causas posibles, pero no es este el lugar de examinarlas. Lo único que podemos decir de antemano es que, sin educación, sin partidos y sin prensa libre, independiente y responsable, ninguna de las causas de nuestra pobre democracia podrá ser superada. Y aunque hemos tenido tiempos mejores, por ahora (triste es decirlo) solo tenemos prensa a medias, educación a medias, y carecemos de partidos.
Puesto que lo perfecto no existe en este mundo, pienso que, para alcanzar un nivel de imperfección que esté muy cerca de lo aceptable, una democracia requiere de manera ineludible un ciudadano consciente, informado y capaz de decidir sin influencias ni presiones; un razonable contrapunto de tendencias políticas, capaces de expresarse en una asamblea, congreso o parlamento donde se escuche menos pirotecnia discursiva y más discusión de ideas, y un sistema legal con pocas leyes de aplicación efectiva que no admita excepciones.
Pienso que la ciudadanía consciente e informada solo puede existir cuando la educación deje de ser ese maltrato permanente y programado a nuestros jóvenes y niños, y les dote de conocimientos fundamentales, sentido ético y altura de miras, para que dejen de salir de las aulas, como ahora, con el exclusivo afán de encontrar el modo más eficaz de hacer dinero, sin considerar que son parte de una comunidad ante la cual tienen también obligaciones y derechos.
Pienso que sin partidos políticos no hay política sino feroz competencia por ganar elecciones y acumular botines. Ya no más agrupaciones construidas con mucho dinero en torno a algún personaje que se predestina a sí mismo a ejercer el gobierno. Las ha habido en la izquierda, y ya conocemos su final, que aún no parece ser definitivo; las ha habido, las sigue habiendo también en la derecha, y tienen un incierto porvenir.
Necesitamos partidos, partidos de verdad, porque ellos son los que encauzan las opiniones, las tendencias, la valoración de la realidad y las aspiraciones sociales -en una palabra, los que encauzan las ideologías, desgraciadamente satanizadas actualmente, y equivocadamente identificadas con experimentos fallidos. Política, lo que se llama política, es tarea noble y difícil que (lo he repetido muchas veces) consiste en dar una forma concreta a la vida social.
Una forma que se plasma en costumbres, obras de arte, lenguajes, comportamientos y moral, y que puede plasmarse también, sin copias ni novelerías, en constituciones nacidas de la vida real.Pienso que la prensa también está llamada a ejercer un papel fundamental, tanto en la educación de la sociedad, cuanto en el fortalecimiento de los partidos.
Es de importancia capital su tarea de informar con veracidad y objetividad; pero quizá más importante es alimentar la necesaria controversia, sin la cual no llegaremos a aprender la democracia. La controversia separa las opiniones divergentes, pero al mismo tiempo reúne a los contendores en una búsqueda común; la controversia proporciona al poder los elementos necesarios para los acuerdos que permiten emprender en las grandes acciones.
A pesar de sus imperfecciones gravísimas, es necesario conservar nuestra democracia y mejorarla, porque la democracia, como la vida, solo se puede enriquecer si se la vive.