Tambo Chuquipoquío, en el pie oriental del Chimborazo; 1903. Era un punto de la ruta comercial entre el puerto de Guayaquil y Quito. Foto: fotografiapatrimonial.gob.ec
Cuando Sebastián de Benalcázar emprendió la conquista del Reino de Quito, en 1533, partió de Piura, cruzó el desierto de Sechura e ingresó al callejón Interandino por la actual provincia de Loja, donde encontró el Capac Ñan o Camino del Inca, que tornó rápido su avance hacia el norte.
Su rival, el gobernador de Guatemala Pedro de Alvarado, que había llegado a Manabí, no tuvo igual suerte. La planicie costera era más ancha que en Perú y en contraste no era desértica sino selvática, atravesada por ríos difíciles de vadear. Los yungas, esto es los indígenas de la Costa, no disponían de caminos permanentes sino estacionales, que combinaban con el transporte fluvial para comerciar con las tribus vecinas.
Cuando finalmente Alvarado consiguió remontar la cordillera soportando graves pérdidas en su hueste, llegó a las inmediaciones de Ambato y encontró que Benalcázar ya había tomado posesión del territorio en nombre de la Corona española. Consciente de haber perdido la primacía, se avino a negociar su regreso a Centroamérica a cambio de una generosa suma.
Al tiempo de la conquista, el Capac Ñan, si bien comprendía un eje norte-sur de 7 500 kilómetros de extensión, desde Pasto, en Colombia, hasta poco más al sur de Santiago de Chile, disponía de una red de caminos principales y secundarios que sumaban aproximadamente 35 000 kilómetros.
Los españoles le cambiaron el nombre y comenzaron a llamarlo Camino Real, hasta que durante la independencia fue rebautizado como Camino Libertario. De cualquier modo, se constituyó con algunas variantes en el principal eje integrador de los Andes ecuatoriales hasta entrada la segunda mitad del siglo XIX.
Se presume que ingresaba al Quito antiguo por la actual Plaza del Teatro y salía pasando la Plaza de Santo Domingo, muy cerca del Palacio de Huayna Capac, donde se construyó después el convento de San Francisco, siguiendo su ruta de 2 400 km, hasta Cusco.
Pero la comunicación interandina con las regiones de la Costa y Oriente era en realidad precaria. Las tribus aborígenes habían mantenido un activo comercio interregional por la denominada Ruta de la Sal, que traía este y otros productos del mar, como las conchas Spondylus, de amplio uso ceremonial y ornamental, para canjearlos por coca, granos y tejidos. En el noroccidente de Pichincha todavía se encuentran vestigios de los denominados ‘culuncos’ o trochas a manera de zanjas que eran utilizados por los yumbos para transitar con sus canastas a la espalda y un bastón.
Las misiones jesuitas retomaron los viejos itinerarios de acceso a la Amazonía; desde Quito por los valles del Coca y Napo; desde Ambato por el abra del río Pastaza; y desde Loja por el valle del Chinchipe hasta el Marañón.Con la fundación de Guayaquil como puerto principal de los territorios de la antigua provincia de Quito, se tornó necesaria una ruta de comercio interregional que se iría definiendo conforme la ruta fluvial hasta Babahoyo y de ahí por mula o caballo a Ojiva y Sabaneta en el Litoral, para subir las estribaciones del Ande por Balsapamba para luego arribar a Chimbo, Guaranda y Riobamba hasta la capital. En suma, el recorrido totalizaba 77 leguas (cada legua, 20 000 pies o 5,57 kilómetros).
La travesía por río demandaba dos días, que se redujeron a apenas 6 u 8 horas con los primeros barcos a vapor a mediados del siglo XIX. En cambio, la ruta entre Babahoyo y Guaranda dependía de la estación; en verano se requería tan solo de 2 o 3 días pero con lluvia podía demorar de 12 a 25 días. Así, este camino llamado de Telimbela fue, durante buena parte de la Colonia, una vía de uso estacional, de seis u ocho meses al año.
Obviamente en la ruta resultó necesario habilitar un regular número de tambos, que brindaran hospedaje y alimentación a los viajeros. En un inicio el Municipio de Quito habilitó 21, que luego fueron arrendados a quienes debían ocuparse de mantener el camino en el tramo correspondiente, frecuentemente los propios caciques lugareños.
Sin embargo, las condiciones de la vía fueron siempre una queja recurrente de los viajeros extranjeros que dejaron sus testimonios de visita al Ecuador. Los paraderos eran absolutamente rústicos y carecían de las comodidades esenciales. Con frecuencia eran albergues abiertos, expuestos al rigor de la intemperie, donde se dormía en hamacas o en tapetes sobre el suelo; incluso cada quien debía traer sus propias mantas para abrigarse.
Aun así, los relatos reflejan una profunda impresión por el contacto con una naturaleza virgen de ríos y montañas, donde se podía observar decenas de lagartos asoleándose en las orillas del Babahoyo e igualmente parvas de cóndores al escalar la montaña.
Cabe destacar que los arrieros preferían utilizar mulas no solo por su fuerza y resistencia, sino por su paso seguro en los precipicios donde la vida o acaso valiosas pertenencias estaban en juego. También empleaban caballos, aunque las yeguas eran preferidas por ser más cautelosas en su andar. Incluso así, era común encontrar en la vía los huesos blanqueados de animales que habían caído por las quebradas.
Las partidas solían ser de tres o cuatro hombres, un jefe y los acompañantes para ocuparse del trabajo de carga y descarga de las acémilas, así como para jalarlas o empujarlas cuando era necesario.
De la Costa se llevaban cacao, sal, tabaco, algodón y pescado; igualmente mercadería de procedencia hispanoamericana como vino, aguardiente, aceite, aceitunas, harina y azúcar; y de España, a saber: herramientas, instrumentos, vestimenta, vajilla de lujo y libros. De la Sierra se traían oro, canela, quinina, harinas, cereales y papas.
Las autoridades quiteñas, en más de una oportunidad, procuraron liberarse del virtual monopolio portuario ejercido por Guayaquil, así como de la limitación que suponía una senda impracticable durante buena parte del año. Además tenían el deseo de disponer de una ruta de comunicación más directa con Panamá, permitiendo recortar cuatro o cinco días de navegación.
En los siglos XVII y XVIII promovieron iniciativas de abrir una ruta por Ibarra y el río Santiago, el denominado camino de Malbucho; asimismo, el camino de Maldonado por el noroccidente de Pichincha, siguiendo los valles de los ríos Blanco y Esmeraldas, pero finalmente ambos, aunque abiertos con mucho esfuerzo, fueron a la postre abandonados.
Recién en 1803 pudo disponerse de un camino duradero, merced a la concesión que se otorgó a dos extranjeros radicados en Guaranda, Pedro Vélez y Pedro Tobar y Eraza, que obtuvieron el monopolio del comercio de los hielos del Chimborazo con Guayaquil durante diez años. Construyeron con algunas variantes un camino de herradura que por primera vez en casi tres siglos permitió un tráfico regular todo el año. Empero, a la muerte de Tobar la calzada se vino a menos.
Con el advenimiento de la República, el mejoramiento de la ruta tradicional dio lugar a la denominada “vía Flores” que transitable en invierno o verano podía tomar en promedio 14 días; además, con sus seis varas de ancho permitía el paso de ida y vuelta de las bestias de carga en los desfiladeros de montaña.
En su libro ‘Cuatro años entre los ecuatorianos’, el plenipotenciario norteamericano Friedderik Hausaurek, enviado por el Gobierno del presidente Lincoln, comentó con ironía que la historia del Ecuador hubiera sido muy distinta si el dinero empleado en el adorno de templos y conventos de la capital se hubiera invertido en un buen camino para unir Guayaquil con Quito.
La verdadera transformación se verificó en 1862, con el plan vial de García Moreno, que concibió una vasta red de carreteras en el país que se continuaron construyendo después de su muerte. Incluía el camino de Quito a Esmeraldas, así como la Cuenca-Molleturo-Naranjal. Para la Quito-Guayaquil, partiendo de la capital, se llegaron a ejecutar 275 km de vía hasta Sibambe, donde se supone empalmaría con el ferrocarril de la Costa. A la postre solo se tendió el tramo Yaguachi-Milagro, que continuado por otros gobiernos culminó con el ferrocarril trasandino de Eloy Alfaro en 1908.
*Periodista. Tomado de su libro ‘Crónicas de la historia’.