Viaje por los caminos rurales, o la reivindicación de la distancia

El espíritu de aventura, verlo y palparlo todo en los caminos que regalan la conciencia de la insignificancia humana en el espacio inmenso, en el tiempo infinito.

El espíritu de aventura, verlo y palparlo todo en los caminos que regalan la conciencia de la insignificancia humana en el espacio inmenso, en el tiempo infinito.

El espíritu de aventura, verlo y palparlo todo en los caminos que regalan la conciencia de la insignificancia humana en el espacio inmenso, en el tiempo infinito.

Las víctimas del viaje actual -veloz, telegráfico e impersonal- son el sentido de la distancia y la estética del paisaje. Estamos en todas partes casi al mismo tiempo, pero de espaldas al mundo real. Nos hemos habituado a la abstracción de la geografía y a los horizontes de cemento.

Ignorantes, como vivimos, del universo de valles y cordilleras, de distancias y dificultades, el hecho de andar a pie o a caballo cambia nuestras visiones, restaura la capacidad de observación y nos enseña que la humildad y la paciencia son buenos miradores del horizonte y de la gente, de sus valores y su cultura.

Reivindicación de la distancia

Para reivindicar el sentido de la distancia, y la dimensión y el valor del tiempo y del silencio, hay que dejar la autopista y tomar por un chaquiñán hacia cualquier parte. Hay que enfilar, a pie o a caballo, por otros rumbos. Entonces, son posibles algunos descubrimientos y la cordillera revela la dimensión colosal que siempre tuvo; cada curva se convierte en un mínimo misterio; un pueblo es una mancha clara que se destaca entre el fondo gris de las montañas; la enormidad de una cuesta nos devuelve humildades olvidadas, y un árbol es una esperanza de sombra.

El Cotopaxi, visto desde el mar ondulante del pajonal, nos restituye el asombro que perdimos al mirarle desde la ventanilla del avión. Y nos encontramos, otra vez, con el miedo geológico y la memoria histórica, y con el significado y el sentido de los nombres de cada montaña de nuestra tierra.

Ese modo de viajar, serenamente, sin prisa, restaura el sentido de la distancia y la dimensión olvidada del tiempo. Se nos antoja, entonces, que el país es enorme. Ese modo de andar permite responder al saludo del paisano que, a la orilla del camino, nos mira desde su paz. Ese modo de recorrer el país hará que algunos se admiren de que aún hay pájaros y de que el viento y la lluvia, o el solazo del verano, son hechos súbitos, cercanos y posibles. Y que nosotros somos apenas un punto perdido en el horizonte.

Ese modo de andar hace de la lentitud, profundidad, y vuelve posible que, en la desolación de una loma, lejos de todas partes, encontremos una casa de adobe y teja, limpia y blanca, sencilla y perfecta.

Ese modo de cabalgar, al tranco o a media rienda, es una forma reflexiva de irse por el campo, y es ocasión para descubrir y sorprendernos, para dudar, interrogarnos, preguntar a algún caminante sobre la ruta y admitir que ese nevado enorme, visto desde distinta perspectiva, es el Chimborazo. Y que, en la distancia, más allá de las montañas azules, está el mar.

Los caminos de herradura

Los caminos de herradura se tejieron sobre esta tierra desde antiguo. Cuando el país se fundó, ya estaban allí, abrazando las lomas y bajando a los valles. Lo que sobrevive de ellos, quizá su memoria, es un testimonio de las rutas que usaron los chasquis, los conquistadores y los arrieros.

Hay humildad en esos chaquiñanes revividos ocasionalmente por el tránsito de las recuas. Son rutas dibujadas sin romper la armonía de las lomas; son trazos sobre el paisaje que trepan al cielo, se meten en los barrancos y se ensanchan en las travesías. Fueron hechos por los pies, labrados por los cascos, cavados con los azadones y las manos en la antigua solidaridad de las mingas.

Recuerdo esos caminos de herradura que llegan sombreados por los faiques, entre lomas y maizales, a la antigua belleza de Nabón; los senderos que suben trabajosamente desde la hondura del río Zula al mirador de Cobshe. Recuerdo los caminos transitados por la soledad de Pimán, batidos por los vientos de Cangagua, perdidos en las cerrazones del nudo del Azuay o en la geografía arrugada de Loja.

Sin esos caminos, no sería posible viajar por el país conociéndolo desde su fondo rústico y antiguo, lejos de las visiones telegráficas de las autopistas. Si los transitamos, nos llevarán al valle inesperado, al caserío que no ha mudado sus modos de ser ni ha abdicado la dignidad de su vivir.

Esos senderos sobrevivientes permiten llegar de manera distinta a los pueblos, caer a la plaza en la modorra de la tarde, sorprender a la gente en las tareas agrarias y meternos en los secretos de sus calles y en la decadencia de sus casas.

¿Es posible un camino andino sin cercos de cabuyas, sin chilcas y sigses a su orilla? ¿Es posible un camino sin nombre y sin leyenda?

La vocación de viajar

Pese a la modernidad que suprimió hace tiempo los viajes a caballo, y cuando mulares y senderos de montaña casi nada significan, el espíritu viajero sigue vivo en las ilusiones de unos pocos, que, abstrayéndose de la comodidad del cuatro por cuatro y del avión, eligieron, y eligen, a modo de aventura, irse lejos, al estilo antiguo, sobre el caballo y al abrigo del poncho.

En América, algunos han cabalgado miles de kilómetros, uniendo a los países, como lo hizo A. F. Tchiffely en esos caballos admirables, Gato y Mancha, que hicieron el histórico viaje desde Buenos Aires a Nueva York, entre 1925 y 1928.

* Escritor, académico de la Lengua, abogado y articulista

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