Partidarios del clérigo chiita iraquí Muqtada al-Sadr llevan horcas simbólicas del presidente estadounidense Donald Trump y de un soldado de ese país durante una manifestación en Bagdad, capital de Iraq, el viernes24. Foto: EFE
Pese a todos los conflictos desde la II Guerra, parece evidente que a las ligas nucleares no les interesa entrar en un juego brutal de pierde-pierde
Agosto de 1945 fue el mes en que dos ciudades, Hiroshima y Nagasaki, fueron destruidas por armas nucleares, con una diferencia de tres días. Al menos 200 000 personas murieron en el holocausto atómico, y muchos sobrevivientes lo fueron por pocos días, por la gravedad de sus lesiones. A otros muchos, la radiación los fue matando de a poco, a lo largo de los años.
Por primera vez fue claro que el ser humano había alcanzado los medios para exterminarse a sí mismo. El fuego que Prometeo robara a los dioses, ese fuego del cielo, regresaba sobre la tierra, como en Sodoma y Gomorra, pero ya no era Dios quien lo lanzaba.
El mundo se fue equipando con estas armas, formándose un club, con dos miembros primero, EE.UU. y la URSS, con otros dos al poco tiempo, Gran Bretaña y Francia, para luego integrar a China, hasta llegar hoy a una decena de miembros. Se alcanzó un equilibrio del terror, a lo largo de la Guerra Fría, que nunca llegó a calentarse demasiado. Para los años 80, se había logrado una capacidad de destrucción asegurada del enemigo, de 8 veces, y las capacidades nucleares garantizaban una catástrofe que posiblemente habría terminado con la civilización y la especie humana.
Extrañamente, se logró evitar, aun cuando fuera por el terror, el suicidio colectivo. Tras la II Guerra Mundial, se produjeron todos los conflictos que uno se pueda imaginar, en todas las latitudes y longitudes, pero no volvimos a asistir a la tragedia de Hiroshima y Nagasaki. La energía nuclear ha tenido sus episodios lamentables, en Fukushima, por acción de la naturaleza, y en Chernobyl por la negligencia humana, pero las armas atómicas han permanecido guardadas y silenciosas.
Hoy, se vuelve a hablar del espectro de una III Guerra Mundial, ante los acontecimientos de Oriente Medio, al final de 2019 y principios de 2020. En realidad se trata de eso, de un espectro sin sustancia, al menos en la idea apocalíptica de un holocausto nuclear global.
No cabe descartar la posibilidad de algún demencial chantaje nuclear, por obnubilación ideológica o religiosa, pero parecería evidente que a las grandes ligas nucleares no les interesa en lo más mínimo entrar en un juego brutal de pierde-pierde.
Que puedan darse guerras localizadas, incluyendo armas nucleares, ¿está dentro de lo posible? Está, pero siempre requerirán un desquiciado ideológico o religioso que llegue a un punto de no retorno en su locura, al punto que, a cambio de hacer daño a sus enemigos reales o imaginarios, asuma como aceptable su propia aniquilación.
Vargas Llosa nos lleva, en una de sus obras maestras, a esa situación extrema. ‘La Guerra del Fin del Mundo’ lo es ciertamente para la secta milenarista de desposeídos, que encuentra su Mesías en la figura de Antonio Conselheiro, predicador trashumante del Sertón, que postula un retorno a la monarquía y la resistencia a muerte contra la república atea y masónica que se ha apoderado de Brasil. El poblado de Canudos se volverá la ‘Civitas Dei’, donde los ‘justos’ enfrentarán a las huestes satánicas, encarnadas en los soldados republicanos, en un combate apocalíptico, cuyo inevitable final, a falta de la intervención del Señor, con los “notables recursos que ofrece la omnipotencia”, como diría Borges, será el fin de ese mundo efímero y casi onírico creado en el nordeste brasileño de finales del siglo XIX.
En esta óptica catastrófica se inscribe el temor recurrente a una tercera, y con toda probabilidad, última Guerra Mundial. La narrativa del “fin de los tiempos” es común en situaciones de incertidumbre y de cambio. Ciertamente esta ha sido la variable más notable del último medio siglo, cuando los procesos de contracción del espacio y del tiempo han alcanzado unos niveles que vuelven difícil comprenderlos, y consiguientemente adaptarse a la velocidad del cambio.
El resultado es un mundo asincrónico, donde cohabitan estructuras sociales arcaicas con la modernidad más exacerbada, con las dificultades evidentes que esto genera en el ámbito de la comunicación y el entendimiento.
Donde radican los riesgos y amenazas más serios para el futuro cercano, es en la capacidad de afectación planetaria que hoy tiene la acción humana y sus incapacidades para controlarla. Las demandas materiales de 8 000 millones de personas, número al que llegaremos en 2025, significan una presión insostenible sobre los recursos disponibles, asumiendo el paradigma del crecimiento.
Ya en los años 70, un grupo de importantes científicos, agrupados en lo que se denominó ‘El Club de Roma’, produjeron un informe, denominado ‘Los límites del crecimiento’, donde se señalaban las tendencias y los problemas que estas generarían hacia el futuro. Cierto es que la tecnología y la ciencia han dado y dan pasos gigantescos para afrontar los retos, pero el ritmo del cambio es tal, que ya está pasando factura. El crecimiento de la población humana entre 1900 y hoy es exponencial.
Como nos tomó 2 millones de años llegar a los 1 000 millones de personas y, a partir de allí, en 150 años, para 2050, seremos 10 000 millones. Este crecimiento se ha producido a costa de un empobrecimiento brutal del entorno biológico y su diversidad, traducido en una masiva extinción de especies, vegetales y animales, de una amplitud equivalente a las grandes extinciones que la Tierra ha sufrido en su larga historia, con la diferencia de que esta última no es provocada por fenómenos naturales (vulcanismo, glaciación, impacto asteroideo) sino por la acción humana.
Posiblemente estamos asistiendo, sin darnos cuenta, a otro ‘fin del mundo’, del que hemos conocido en el último siglo al menos. Nuestros hijos y los suyos deberán vivir en este nuevo entorno y tal vez les toque mirar a los tigres, a los osos polares o a los tucanes en los Museos de Ciencias Naturales o en imágenes que les hablarán de un mundo para ellos ya perdido.
La poetisa Sara Teasdale expresa el falso sentido de importancia que nos damos, y en su poema Vendrán lluvias suaves, describe magistralmente el intrascendente paso del hombre sobre la tierra:
“Vendrán lluvias suaves y el olor de la tierra,
y las golondrinas girando con brillante sonido;
Y las ranas de los estanques cantando en la
noche, y los ciruelos salvajes de trémulo blanco;
Los petirrojos vestidos de fuego emplumado,
silbando sus llamados desde una alambrada;
Y nadie sabrá de la guerra, a nadie le importará
cuando al fin termine.
A nadie le preocupará, sea árbol o pájaro
si la humanidad perece completa;
Y la misma primavera, cuando despierte al alba
apenas notará que no estamos más”.
*Analista internacional.